PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO


PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO





“Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y el padre les repartió la herencia. A los pocos días el hijo menor reunió todo lo suyo, se fue a un país lejano y allí gastó toda su fortuna llevando una mala vida. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a guardar cerdos. Tenía ganas de llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, y nadie se las daba. Entonces, reflexionando, dijo: ¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo aquí me muero de hambre! Volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo: tenme como a uno de tus jornaleros. Se puso en camino y fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, conmovido, fue corriendo, se echó al cuello de su hijo y lo cubrió de besos. El hijo comenzó a decir: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo. Pero el padre dijo a sus criados: Sacad inmediatamente el traje mejor y ponédselo; poned un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traed el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron todos a festejarlo. El hijo mayor estaba en el campo y, al volver y acercarse a la casa, oyó la música y los bailes. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué significaba aquello. Y este le contestó: Que ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano. Él se enfadó y no quiso entrar. Su padre salió y se puso a convencerlo. Él contestó a su padre: Hace ya tantos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Ahora llega ese hijo tuyo, que se ha gastado toda su fortuna con malas mujeres, y tú le matas el ternero cebado! El padre le respondió: ¡Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio, tu hermano, que estaba muerto, , ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo hemos encontrado.”



(Lucas, XV, 11-32).





Esta Parábola imaginativa relatada por el Evangelista Lucas es la dulce y melodiosa Palabra de Jesús, diciendo a los hombres de la bondad sin límites, de la caridad infinita de Dios.

  

Ambas individualidades, que representan al Hijo Obediente y al Hijo Desobediente simbolizan a la Humanidad terrestre. El Padre de aquellos hijos, simboliza a Dios.  Una pequeña, pequeñísima parte de la Humanidad personificada en el Hijo Obediente, se esfuerza por guardar la Ley Divina y permanece, por tanto, en la Casa del Padre. La otra parte personifica al Hijo Desobediente, que, teniendo en su poder los haberes celestiales, malgasta todos esos bienes y vive disolutamente, hasta llegar al extremo de tener que comer de las algarrobas que comen los puercos. Ese extremo es el que fuerza la vuelta a la casa paterna, donde, acogido con estima y bienestar, vuelve a participar de los privilegios concedidos a los otros hijos. En resumen: esta simple alegoría, capaz de ser comprendida por un niño, demuestra el amparo y la protección que Dios siempre reserva a todos sus hijos. Ninguno de ellos es abandonado por el Padre Celestial, tenga los pecados que tuviera, practique las faltas que practicara, porque si es verdad que el hijo llega a perder la condición de hijo, el Padre nunca pierde la condición de Padre para con todos, porque todos somos criaturas suyas. Estén ellos donde estén, en el Mundo o en el Espacio; sea en este planeta, sea en un país lejano, o sea en otro planeta, con un cuerpo de carne o con un cuerpo espiritual, el Padre a ninguno desprecia, a ninguno abandona, porque nos creó para que gocemos de su Luz, de su Gloria y de su Amor. El Padre Celestial no es el padre de carne y de sangre, pues como dice el Apóstol: “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios”; la carne y la sangre son corruptibles, sólo el Espíritu es incorruptible, sólo el Espíritu permanece eternamente. El Padre Celestial es Espíritu, es Dios de Verdad, Dios Vivo, por eso sus hijos también son Espíritus que permanecen en la Inmortalidad. La Luz, la Verdad y el Amor no fueron creados para los cuerpos, sino para las almas. ¡Cómo podría crear Dios un “hijo pródigo”, a no ser para que él, después de pasar por la experiencia dura del mal que practicó, volviera para su Creador, y, arrepentido, proponer el no ser más un

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perdido, sino adaptarse a la Voluntad Divina, y caminar para los destinos felices que le están reservados! ¡Cómo podría Dios crear un alma al lado de un Infierno Eterno! ¿Qué padre es ese que crea hijos para mandarlos atormentar para siempre? La Parábola del Hijo Pródigo es la magnificencia de Dios y al mismo tiempo la solemne y categórica protesta de Jesús contra la doctrina blasfema, caduca, irracional de las penas eternas del Infierno, inventada por los hombres. No hay sufrimientos eternos, no hay dolores indefinibles, no hay castigos sin fin, porque si los mismos fuesen eternos, Dios no sería justo, ni sabio, ni misericordioso.  Hay gozos eternos, hay placeres inextinguibles, hay felicidades indestructibles por todo el infinito, esplendores por toda la Creación, Amor por toda la Eternidad. Levantad vuestras miradas a los cielos. ¿Qué veis? Un manto estrellado sobre vuestras cabezas, chispas luminosas os rodean de caricias; fulguraciones multicolores os atraen para las regiones de la felicidad y de la luz. Mirad para abajo, para la tierra, para las aguas: ¿qué veis? Esas chispas, esas luces, esas estrellas, esos centelleos retratados en el espejo de las aguas, en las corolas de las flores, en los tapices verdes de los campos; porque de las luces nacen los colores, son ellas las que dan colorido a las flores, las que iluminan los campos, las que agitan las aguas. ¡Oh! ¡Hombre, donde quiera que estés, si quisieras ver con los ojos del Espíritu, verás la bondad y el amor de Dios animando y vivificando el Universo entero! Tanto por abajo como por arriba, a la izquierda como a la derecha, si abrieras los ojos de la razón, verías la misma ley sabia, justa y equitativa, dirigiendo el grano de arena y el gigantesco Sol que se balancea en el Espacio; el microbio que emerge, la gota de agua y el Espíritu de Luz, que se eleva sereno a las regiones dichosas de la Paz.

¡La Ley de Dios es igual para todos: no podría ser buena para el bueno y mala para el malo; porque tanto el que es bueno como el que es malo, están bajo la mirada del Supremo Creador, que hace del malo bueno, y del bueno mejor: pues todo es creado para glorificar su Inmaculado Nombre!  ¡No hay privilegios ni exclusiones para Dios; para todos Él hace nacer su Sol, para todos hace brillar sus estrellas, para todos dio el día y la noche; para todos hace caer la lluvia!



*



Cuando la criatura humana, en un momento de irreflexión se aparta de Dios, y, malgastando los bienes que el Creador a todos nos dio, se entrega a toda suerte de vicios, el dolor y la miseria, esos terribles aguijones del Progreso Espiritual hieren con dureza su alma orgullosa hasta que, en un momento supremo de angustia, ella pueda elevarse hacia Dios y decidirse a entrar en el camino de la perfectibilidad. Es entonces cuando, como el Hijo Pródigo, el hombre extraviado, tocado por el arrepentimiento, se vuelve hacia el Padre cariñoso y dice: “Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme tu hijo…” y Dios, nuestro amoroso Creador, que ya lo había visto encaminarse hacia Él aproximarse y rogar, abre a aquél hijo las puertas de la regeneración y le concede todas las dádivas, todos los dones necesarios para ese grandioso trabajo de la perfección espiritual. Está escrito en el Evangelio que hubo un banquete con música y fiesta a la llegada del Hijo Pródigo a la Casa Paterna. Y aún más, que el Padre mandó ponerle la mejor ropa para vestir al hijo que volvió, las mejores sandalias para resguardarle los pies y, también le colocó en el dedo un bello anillo, tal fue la alegría que tuvo, y tal es la alegría en los Cielos, cuando un alma extraviada, se vuelva para los Cielos. El Padre está siempre listo para recibir al Hijo Pródigo, y los Cielos están siempre abiertos a su llegada.

  

No hay falta, por mayor que sea, que no se pueda reparar; así como no hay mancha, por más fija que parezca, que no se pueda limpiar. Todo se templa, todo se corrige, todo se transforma, de pequeño para lo grande, de lo malo para lo bueno, de las tinieblas para la luz, del error para la verdad. Todo limpia, todo blanquea, todo reluce a la fricción del fuego sagrado del Progreso, todo se perfecciona, todo evoluciona, todas las almas caminan hacia Dios. He aquí lo que dice el Evangelio, pero el Evangelio de Jesucristo, el Evangelio del Amor a Dios y al prójimo. Completando la Parábola, vemos que el Hijo Pródigo recibió los bienes, salió de casa, los derrochó disolutamente llevando una mala vida. Y el que no fue Pródigo, el Hijo Obediente, a su vez, enterró sus bienes, como aquél que enterró el talento de la Parábola. ¿Qué dice el Evangelio que hizo el Hijo Obediente de los bienes que poseía? Él vivía a costa del Padre, participaba de todos los bienes que había en casa, y, con la llegada del hermano, al ver la fiesta con que aquél fue recibido, se entristeció: lleno de egoísmo, de avaricia, se revolvió contra el Padre. Infelizmente, así es esta atrasada Humanidad. Ella se compone de Hijos Pródigos y de Hijos Obedientes, pero estos parecen ser aún peores que aquellos. Y tanto es verdad lo que nos pasa por la mente, que, al concluir la Parábola, el Maestro exalta a los pródigos que vuelven y censura a los obedientes que se quedan, no sólo con los bienes que recibieron, sino también, con las pasiones de las que no se quieren despojar. Pero la Humanidad progresa, y este mundo pasará a jerarquía más elevada con la venida de Espíritus mejores, que nos orientarán para el Bien y lo Bello, para la realización total de nuestros destinos.

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