PARÁBOLA DEL AVARO


PARÁBOLA DEL AVARO






“Las fincas de un hombre rico dieron una gran cosecha. Y él pensó: ¿Qué haré, pues no tengo donde almacenar mis cosechas? Y se dijo: Destruiré mis graneros, los ampliaré y meteré en ellos todas mis cosechas y mis bienes. Luego me diré: Tienes muchos bienes almacenados para largos años; descansa, come, bebe y pásalo bien. Pero Dios le dijo: ¡Insensato, esta misma noche morirás!; ¿para quién será lo que has acaparado? Así sucederá al que amontona riquezas para sí y no es rico a los ojos de Dios.”



(Lucas, XII, 16-212).





Cuanto más se aproximaba el tiempo del cumplimiento de la Misión del Divino Mesías, Él más intensificaba su trabajo de divulgación de la Doctrina de la que había sido encargado, por el Supremo Señor, de traerla a la Tierra. Los escribas y fariseos ya hacían planes siniestros para acabar con la vida del Hijo del Hombre, cuando el Maestro Excelente inició la exposición de las imaginativas parábolas que constituyen uno de los más elocuentes capítulos del Nuevo Testamento. La Parábola del Avaro es una síntesis maravillosa del trágico fin de todos aquellos que no ven la felicidad si no es en el dinero y se constituyen en sus esclavos incondicionales. Para esa gente, habiendo dinero, hay de todo. Peligre la familia, se tambalee la sociedad, se arrastre el mendigo por las vías públicas avergonzado y descompuesto, llore y solloce el afligido, grite de dolores el enfermo miserable o inválido sin pan y sin hogar, nada conmueve a esos corazones de piedra, nada les disuade, nada consigue cambiarles o desviarles la vista de “sus frutos”, de sus graneros, de su oro. Son hombres inhumanos, sin alma; por lo menos ignoran la existencia, en sí mismos, de ese principio inmortal que debe constituir, para todos, el principal objeto de cuidados y de cariño. La avaricia es la víspera de la mendicidad, es decir, el factor de la miseria.

¡Cuántos miserables deambulan por las plazas, implorando el óbolo y que, incluso en esta existencia, fueron ricos, tuvieron grandezas, grandes y rebosantes graneros! ¡Cuántos parias se arrastran por las calles, llamando de puerta en puerta, implorando “una limosna por el amor de Dios”! ¿Cuál es el origen de esa penosa situación que atraviesa, cuál es la causa de esos sufrimientos? ¡La avaricia! ¡Ricos de dinero, eran pobres para con Dios, porque, aunque no les faltase tiempo, nunca se dedicaron a Dios, nunca procuraron su Ley, nunca investigaron el propio interior en busca de algo que existe, que siente, que quiere y que no quiere, que ama y que odia, que ve el pasado, que, al menos, teme el futuro; nunca buscaron saber si esa centella de inteligencia que les da tanto amor al oro, tanta ganancia por los lucros terrenos podrá, quizá, sobrevivir a ese cuerpo que, de un momento a otro, caerá exánime, para ser entregado al banquete de los gusanos! ¡Lo que valen las riquezas efímeras, sombras de felicidad que se desvanecen, humo de grandezas que desaparecen a primera vista de una enfermedad mortal! ¡Lo que valen los graneros repletos en presencia del “ladrón de la muerte”, que llega en el momento más inesperado, y, hasta, cuando nos creemos en plena juventud y con óptima salud! ¡Míseros avarientos de los bienes que Dios os confió! ¿Pensáis, acaso, que no tendréis que prestar al Señor severas cuentas de ese depósito? ¿Pensáis que ellos han de permanecer con vosotros y servirán para multiplicar cada vez más vuestra fortuna? ¡En verdad os digo que vuestro oro se convertirá en brasas para quemar vuestra conciencia! ¡En verdad os digo que él se transformará en obstáculos y cadenas, resultantes de la acción nefasta que ejercisteis en detrimento de los que tenían hambre, de los que tenían ser, de los enfermos despreciados, de los pobres trabajadores de quien explotasteis el trabajo! ¡Ricos! ¡Poned en movimiento ese talento que el Señor os concedió! ¡Ganad amigos con ese tesoro de la iniquidad, para que ellos os ayuden a entrar en los tabernáculos eternos! ¡Haced el bien;

socorred al pobre; amparad al huérfano; auxiliar a la viuda necesitada; curad al enfermo, como si él fuese vuestro hermano o vuestro hijo; pagad con generosidad al trabajador que está a vuestro servicio! Haced más: comprad libros y aprovechad los momentos de ocio para instruíos, porque un rico ignorante es como un asno con montura dorada. ¡Ilustrad a vuestro Espíritu; haced para vosotros, tesoros y graneros en los Cielos, donde los gusanos no llegan, los ladrones no alcanzan y la muerte no entra! ¡Recordad la Parábola del Avaro, cuya alma, en la misma noche que edificaba castillos en el aire, fue llamado por el Señor! 

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