PARÁBOLA DEL SEMBRADOR


PARÁBOLA DEL SEMBRADOR





En aquél mismo día, saliendo Jesús de casa, se sentó a la orilla del mar; y se reunió a su alrededor una gran multitud de gente, por eso, subió a una barca, en donde se sentó, estando el pueblo en la ribera; y les dijo muchas cosas por parábolas, hablando de esta manera:  “El sembrador, salió a sembrar, y mientras sembraba, una parte de las semillas cayó junto al camino, y vinieron las aves del cielo y las comieron. Otra cayó en lugares pedregosos, en donde no había mucha tierra; y luego nació porque la tierra donde estaba no tenía profundidad. Mas el sol, habiéndose elevado enseguida, la quemó y como no tenía raíz, secó. Otra cayó en el espinar y las espinas, cuando crecieron, la ahogaron. Otra, en fin, cayó en tierra buena y dio fruto, algunos granos rindiendo ciento por uno, otros sesenta y otros treinta. El que tenga oídos para oír, oiga. Sus discípulos le preguntaron qué significaba esta parábola. Jesús les respondió: a vosotros os es dado conocer los misterios del Reino de Dios, pero a los otros se les habla en parábolas, para que mirando no vean; y oyendo no entiendan.” El sentido de la parábola es este:   “Todo aquél que escucha la palabra del reino y no le da importancia, viene el espíritu maligno y le arrebata lo que había sembrado en su corazón; es aquél que recibió la semilla junto al camino. Aquél que recibió la semilla en medio de las piedras, es el que oye la palabra y por lo pronto la recibe con gozo; pero no tiene en sí raíz, antes es de poca duración; y cuando sobrevienen los obstáculos y las persecuciones, por causa de la palabra, la toma pronto por objeto de escándalo y de caída. Aquél que recibe la semilla entre espinas, es el que oye la palabra; pero pronto los cuidados de este siglo y la ilusión de las riquezas ahogan en él esa palabra y la vuelven sin fruto. Mas aquél que recibe la semilla en una buena tierra, es aquél que escucha la palabra, que presta atención y da fruto rindiendo ciento, sesenta o treinta por uno.” (Mateo, XIII, 1-9 – Marcos, IV, 1-9 – Lucas, VIII, 4-15).





La Parábola del Sembrador es la parábola de las parábolas: resume los caracteres predominantes en todas las almas, al mismo tiempo que nos enseña a distinguirlas por la buena o mala voluntad con que reciben las nuevas espirituales.

Por el argumento del discurso vemos a aquellos que, ante la Palabra de Dios, son “orillas del camino” por donde pasan todas las ideas grandiosas como gentes por los caminos, sin grabar ninguna de ellas; son “piedras” impenetrables a las nuevas ideas, a los conocimientos liberales; son “espinas” que sofocan el crecimiento de todas las verdades, como esas plantas espinosas que debilitan y matan a los vegetales que intentan crecer en sus proximidades. Pero si así ocurre con el común de los hombres, como para la gran parte de la tierra improductiva, que forma parte de nuestro mundo, también se distingue, de entre todos, una pléyade de espíritus de buena voluntad, que oyen la Palabra de Dios, la practican, y, de esa bendita simiente resulta una producción tan grande que se puede contar “ciento por una”. De manera que la “simiente” es la Palabra de Dios, la Ley del Amor que abarca la Religión y la Ciencia, la Filosofía y la Moral, inclusive a los “Profetas” y se resume en el dictamen cristiano: “Adora a Dios y haz el bien hasta a tus propios enemigos.” La Palabra de Dios, la “simiente”, es una sola, es decir, es siempre la misma la que ha sido predicada en todas partes, desde que el hombre se halló en condiciones de recibirla. Y si ella no actúa con la misma eficacia para todos, ese hecho deriva de la variedad y de la desigualdad de Espíritus que existen en la Tierra; unos más adelantados, otros más atrasados; unos propensos al bien, a la caridad, a la liberalidad; a la fraternidad; otros propensos al mal, al egoísmo, al orgullo, apegados a los bienes terrenos y a las diversiones pasajeras. La tierra que recibe las simientes, representa el estado intelectual y moral de cada uno: “orilla del camino, pedregal, espinar y buena tierra”. También ocurre que no todos los predicadores de la Palabra la predican tal como ella es, en su sencillez y desprovista de formas engañosas. Unos la revisten de tantos misterios, de tantos dogmas, de tanta retórica; la adornan con tantas flores que, aunque la “palabra permanezca”, queda oscurecida, encerrada en la forma, sin que se le pueda ver el fondo, la esencia. Muchos la predican por

interés, como el “materialista que siembra”; otros por vanagloriarse, y, gran parte, por egoísmo. En estos casos no disipan las tinieblas, sino que las aumentan; no ablandan corazones, sino que los endurece; no anuncian la Palabra, sino que de ella hacen un instrumento para recibir oro o fama. Para predicar y oír la Palabra, es necesario que no la rebajemos, sino que la coloquemos por encima de nosotros mismos, porque aquél que desprecia la Palabra, anunciándola u oyéndola, desprecia a su Instructor, es, como dice Él: “El que me rechaza y no recibe mi doctrina, ya tiene quien lo juzgue; la doctrina que yo he enseñado lo condenará en el último día: Sermo, quem locutus sum, ille judicabit eum in novísimo dia.” (Juan, XII, 48). Qué bellísimo cuadro se presenta ante nuestra vista, cuando estamos animados por el sentimiento del bien y de nuestra propia instrucción espiritual, leemos, con atención, la Parábola del Sembrador. Ante nosotros se expande un vasto campo, donde aparece la extraordinaria Figura del Excelso Sembrador, el mayor ejemplificador del amor de todas las edades, y aquél monumental Sermón resuena en nuestros oídos, convidándonos a la práctica de las virtudes activas, para el gozo de las bienaventuranzas eternas. El Espiritismo, filosofía, ciencia y religión, exento de todo y cualquier sectarismo, es la doctrina que mejor nos pone a la par de todos esos dictámenes, porque, al lado de las saludables enseñanzas, hace realzar la sobrevivencia humana, base inamovible de la creencia real que perfecciona, corrige y alegra. ¡Que sus adeptos, compenetrados de los deberes que asumieron, semejantes al Sembrador, lleven, a todos los hogares, y planten en todos los corazones, la simiente de la fe que salva, levantando bien alto esa Luz del Evangelio, escondida bajo el celemín de los dogmas y de las falsas enseñanzas que tanto han perjudicado a la Humanidad!

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