La felicidad no es de este mundo


La felicidad no es de este mundo

 

20. ¡Yo no soy feliz! ¡La felicidad no se ha hecho para mí! exclama generalmente

el hombre en todas

las posicíones sociales. Esto, hijos míos, prueba mejor que todos los razonamientos

posibles, la verdad de esta máxima del Eclesiastés: "La felicidad no es de este mundo".

En efecto; ni la fortuna, ni el poder, ni tan siquiera la florida juventud, son condiciones

esenciales de la dicha; diré más, tampoco lo es la reunión de esas tres condiciones tan

envidiadas porque se oye sin cesar en medio de las clases más privilegladas y a las

personas de todas edades quejarse amargamente de su condición de ser. Ante tal

resultado, es inconcebible que las clases laboriosas y militantes envidien con tanta

codicia, la posición de aquellos que la fórtuna parece haber favorecido. Allí, por más

que se haga, cada uno tiene su parte de trabajo y de miseria, su parte de sufrimientos y

de desengaños, por lo que nos será fácil sacar en consecuencia, que la tierra es un lugar

de pruebas y de expiaciones. Así, pues, aquellos que predican que la tierra es la única

morada del hombre, y que sólo en ella y en una sola existencia les será permitido

alcanzar el más alto grado de félicidades que su naturaleza admite, aquéllos se engañan y

engañan a los que les escuchan, atendido que está demostrado por una experiencia

archisecular, que ese globo no encierra más que excepcionalmente las condiciones

necesarias para la felicidad completa del individuo. En tesis general se puede afirmar que

la felicidad es una utopía; en busca de la cual las generaciones se lanzan sucesivamente

sin poder alcanzarla jamás, porque si el hombre sabio es una rareza en la tierra, tampoco

se encuentra con mucha facilidad al hombre completamente feliz. Lo que constituye la

dicha en la tierra es una cosa de tal modo efímera para aquél a quien la prudencia no

guía, que por un año, un mes, una semana de completa satisfacción, todo el resto de su

vida lo pasa entre amarguras y desengaños, y notad, queridos hijos, que hablo aquí de

los felices de la tierra, de aquellos que son envidiados por la multitud.

Consecuentemente, sí la morada terrestre está afecta a las pruebas y a la

expiación, es preciso admitir que hay en otra parte moradas más favorecidas, en las que

el espíritu del hombre, aprisionado aun en la materia, posee en su plenitud los goces

anexos a la vida humana. Por esto Dios ha sembrado en vuestros torbellinos esos

hermosos planetas superiores, hacia los cuales vuestros esfuerzos y vuestras tendencias

os harán subir un día, cuando estéis bastante purificados y perfeccionados. Con todo, no

deduzcáis de mis palabras que la tierra esté destinada para siempre a ser un lugar

penitenciario; no, ciertamente, porque por los progresos realizados, podéis deducir los

progresos futuros, y por las mejoras sociales adquiridas, las nuevas y más fecundas

mejoras. Tal es la inmensa tarea que debe realizar la nueva doctrina que los espíritus han

revelado.

Así, pues, queridos míos, que os anime una santa emulación, y que cada uno de

vosotros se despoje enérgicamente del hombre viejo. Os debéis todos a la vulgarización

de este Espiritismo, que ha empezado ya vuestra propia regeneración. Es un debe el

hacer participar a vuestros hermanos de los rayos de la luz sagrada. ¡A la obra, pues, mis

queridos hijos! Que en esta reunión solemne todos vuestros corazones aspiren al objeto

grandioso de preparar a las generaciones futuras un mundo en el que la felicidad no será una palabra vana. (Francisco-Nicolás-Madaleine, cardenal Marlot. París, 1863).

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