RESIGNACIÓN E
INDIFERENCIA
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
justicia, porque ellos serán hartos.”
(Mateo, V, 6),
Bienaventurados
los que se rebelan contra la injusticia, pero que son resignados y
serenos.
¡Ay de los
indiferentes, de los que se acomodan, de los cobardes, de los tímidos, que
aplauden a la injusticia en provecho propio!
Hay mucha diferencia
entre la resignación y la indiferencia.
La
resignación es la conformidad activa en los inevitables acontecimientos de la
vida.
La
indiferencia es la sumisión pasiva a las injusticias deprimentes.
La
resignación está llena de amor, de sentimientos nobles y de elevadas pasiones.
La
indiferencia anula el amor, aniquila la nobleza del alma, destruye las virtudes
y deprime la moral.
La
resignación en las pruebas es obediencia a los decretos de Dios.
La
indiferencia en los sufrimientos es dureza de corazón y ausencia de sumisión a
la voluntad divina.
El resignado
es santo, porque la resignación nace de la paciencia, y la paciencia es hija
preferida de la Caridad.
El
indiferente es un anormal: tiene cerebro y no piensa; tiene corazón y no
siente; tiene alma y no ama.
El resignado
no aparenta sufrimiento, porque conoce la Ley de Dios y a ella se somete con humildad.
El
indiferente tampoco muestra sentir el dolor, pero, orgulloso y ajeno a los
dictámenes celestes, repele de sí la idea del sufrimiento.
La
resignación es una excelente virtud, que necesitamos cultivar; la indiferencia
es la manifestación del egoísmo, que necesitamos eliminar.
La resignación es el
coraje de la virtud.
La indiferencia es la
cobardía de la pasión vil.
Aquella
eleva, dignifica, enaltece y santifica. Esta deprime, desmoraliza, deprava y
mata.
“Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.”
Bienaventurados
los que no se someten a las injusticias de la Tierra, ni pactan con los
opresores, los viles turibularios de las altas posiciones.
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