PARÁBOLA
DEL SIERVO DESPIADADO
“Entonces
Pedro, se acercó y le dijo: Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi
hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: No te digo
hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. El Reino de Dios es
semejante a un rey que quiso arreglar sus cuentas con sus empleados. Al
comenzar a tomarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. No
teniendo con qué pagar, el señor mandó que fuese vendido él, su mujer y sus
hijos y todo cuanto tenía, y que le fuera pagada la deuda. El empleado se echó
a sus pies y le suplicó: Dame un plazo y te lo pagaré todo. El señor se
compadeció de él, lo soltó y le perdonó la deuda. El empleado, al salir, se
encontró con uno de sus compañeros que le debía un poco de dinero, lo agarró por
el cuello y le dijo: ¡Paga lo que me debes! El compañero se echó a sus pies y
le suplicó: ¡Dame un plazo y te pagaré! Pero él no quiso, sino que fue y lo
metió en la cárcel hasta que pagara la deuda. Al ver sus compañeros lo
ocurrido, se disgustaron mucho y fueron a contar a su señor todo lo que había
pasado. Entonces su señor lo llamó y le dijo: Malvado, te he perdonado toda
aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte
compadecido de tu compañero, como yo me compadecí de ti? Y el señor, irritado,
lo entregó a los verdugos, hasta que pagase toda la deuda. Así hará mi Padre Celestial con vosotros si
cada uno de vosotros no perdona de corazón a su hermano.”
(Mateo,
XVIII, 21-35).
En
el capítulo VI del Sermón de la Montaña, según Mateo, versículos del 1 al 15,
Jesús enseñó a sus discípulos y a la multitud que se agrupaba para oír sus
enseñanzas, la manera de cómo se debía orar; y aprovechó la enseñanza para
resumir un excelente e interesante coloquio con Dios, la súplica que al Poderoso
Señor debemos dirigir diariamente. El Maestro renegaba de los largos e
interminables rezos que los escribas y fariseos de su tiempo proferían, de pie
en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por los
hombres. Diciendo a los que lo oían que no hicieran eso, sino que, cerraran la
puerta de su cuarto, y dirigieran, en secreto, la súplica al Señor. La fórmula
que les dio para orar encierra, al mismo tiempo, pedidos y compromisos que
tendrían que asumir los suplicantes, y de los cuales se destaca el que
constituye objeto de enseñanzas que se hallan contenidas en la Parábola del
Siervo Despiadado: “Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores.” Del cumplimiento o no de esta obligación, depende la concesión
de nuestro requerimiento. Además, en ese deber se resume toda confesión,
comunión, extremaunción, etc. Aquél que
confiesa, comulga, recibe la unción, pero no perdona a sus deudores, no será
perdonado; mientras que, el que perdona será inmediatamente perdonado,
independientemente de las demás prácticas recomendadas por la Iglesia de Roma,
o cualquier otra Iglesia, como medio de salvación. También sucede que el
perdón, conforme Cristo enseñó a Pedro, debe ser perpetuo, y no concedido una,
ni dos, ni siete veces. De ahí viene la Parábola explicativa de la concesión
que debemos hacer a nuestro prójimo, para poder recibir de Dios el cambio en la
misma moneda. Vemos que el primer siervo que llegó fue justamente el que más
debía: 10.000 talentos. Una suma fabulosa en aquél tiempo, para un trabajador,
no sólo en aquél tiempo, sino también hoy, pues valiendo cada talento Cr$
1.890, 00 en moneda brasileña, 10.000 alcanzaba la respetable suma de Cr$
18.900.000,00 (dieciocho millones novecientos mil cruceiros). Si algún siervo,
que sólo tuviese mujer, hijos y algunos haberes debiese esa importante cantidad
al Vaticano, después de entregado al brazo fuerte sería irremisiblemente
condenado a las penas eternas del infierno. Jesús escogió esa gran cantidad
para impresionar mejor a sus oyentes sobre la bondad de Dios y la naturaleza de
la doctrina que, en nombre del Señor, estaba transmitiendo a todos. Ningún otro
deudor fue recordado en la Parábola, porque sólo el primero era bastante para
que se completase toda la lección.
Pues
bien, ese deudor, viéndose amenazado de ser vendido con él su mujer e hijos,
sin liberarse del pago, pidió moratoria, valiéndose de la benevolencia del rey;
este, lleno de compasión, le perdonó la deuda, es decir, suspendió las órdenes
que había dado para que todo cuanto
poseía, mujer, hijos y el mismo siervo, fuese vendido para pagar, ya que él se
proponía abonar la deuda a plazos. Mas, continua la parábola, aquél deudor, que
había recibido el perdón, cuando salió encontró a uno de sus compañeros que le
debía cien denarios, es decir, Cr$... 31,50 de nuestra moneda, una verdadera
bagatela que para él, hombre deudor de aproximadamente 19 millones de
cruceiros, nada representaba; y exigió del deudor, violentamente, su dinero. Al
ver aquella escena, sus compañeros, que habían presenciado todo lo que pasaba,
se indignaron y fueron a contarle al rey lo sucedido. De ahí la nueva
resolución del señor: entregó al siervo malvado a los verdugos, a fin de que
realizase trabajos forzados, hasta que le pagase todo lo que le debía. Esta
última condición es también interesante: paga la deuda, el deudor recibe el
finiquito; lo que quiere decir: sublata causa, tolitur effectus. La deuda debe forzosamente constar de un
cierto número de guarismos; restados estos por otros tantos semejantes, el
resultado ha de ser cero. Quien debe 2 y paga 2, salda la deuda; quien debe
dieciocho millones novecientos mil cruceiros y paga dieciocho millones
novecientos mil cruceiros, no puede continuar pagando deuda. Eso está más claro
que el agua cristalina. Jesús termina la Parábola afirmando: “Así hará mi Padre
Celestial con vosotros si cada uno de vosotros no perdona de corazón a su
hermano”. Sin duda, le es tan difícil a
un pecador pagar dieciocho millones novecientos mil pecados, como a un
trabajador pagar dieciocho millones novecientos mil cruceiros. Pero, tanto uno
como el otro tiene la Eternidad ante sí; lo que no se puede hacer en una
existencia,
se hará en dos, en veinte, en cincuenta, se hará en la Otra Vida, en la que el
Espíritu no está inactivo. Todo eso está de acuerdo con la bondad de Dios,
aliada a su justicia; lo que no puede ser es pagar el individuo eternamente y
continuar pagando, después de haber pagado. La ley del perdón es inflexible,
reina en el Cielo tal como la prescribió en la Tierra el Maestro Nazareno, cuyo
Espíritu, ajeno a los principios sacerdotales, a los dogmas y misterios de las
Iglesias, debe ser oído, respetado, amado y servido.
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