PARÁBOLA
DE LA RED
“Finalmente,
el Reino de los Cielos es semejante a una red que se echa al mar y recoge toda
clase de peces; cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se
sientan, recogen los buenos en cestos y tiran los malos. Así será el fin del
mundo. Vendrán los ángeles, separarán a los malos de los justos y los echarán
al horno ardiente; allí será el llanto y el crujir de dientes.”
(Mateo,
XIII, 47-50).
El
fin del mundo es el característico de los tiempos en que estamos, de estos
tiempos en que la propia fe se encuentra con mucha dificultad en los corazones;
tiempos en los que la lealtad, la sinceridad, el verdadero afecto, el amor, la
verdad, andan oscurecidas en las almas; tiempos de discordias, de odios, de
confusión tal, que hasta los propios “elegidos” peligran (*). Es el fin del
mundo viejo, es el advenimiento del mundo nuevo; es una fase que se extingue
para dar lugar a otra que nace. No es el fin del mundo, como algunos lo han
entendido, sino el fin de las costumbres y sus usos, sus prácticas, su
convencionalismo, su ciencia, su filosofía y su religión. Es una fase de
nuestro mundo, que quedará grabada en las páginas de la Historia con letras
imborrables, cerrando un ciclo de existencia de la Humanidad y abriendo otra
página en blanco pero trayendo en el fondo el nuevo programa de Vida. La red
llena de peces de toda especie representa la Ley Suprema, que, suministrada a
todos sin excepción, sean griegos o gentiles, viene trayendo al Tribunal de
Cristo gente de toda especie, buenos, medianos y malos, para ser juzgados de
acuerdo con sus obras.
(*)
Se entiende por “elegido” aquél que, por su vivencia cristiana, ya se liberó en
gran parte del Reino del Mundo; no obstante peligra, aún puede caer, donde la
advertencia del Apóstol Pablo: “Por tanto, el que crea estar firme, tenga
cuidado de no caer.” (I Corintios, 10:12).
Los
ángeles son los Espíritus Superiores, a quienes está afecto el poder de juzgar;
el fuego de dolor es el símbolo de los mundos inferiores, donde los malos
tienen que depurarse entre lágrimas y dolores, para alcanzar una esfera mejor.
Con todo, no se crea que esta parábola sea para los “otros”, y no para los
espíritas, o los creyentes en el Espiritismo.
Nos parece que les afecta antes que a todos los demás, pues se encuentran
dentro de la red tejida por la predicación de los Espíritus en todo el mundo,
es decir, que no vale solamente conocer, es necesario también practicar; no
vale estar dentro de la red; es indispensable ser bueno. Los que conocen el
amor y no tienen amor; los que exigen lealtad y sinceridad, pero no las
practican; los que piden indulgencia y no son indulgentes; los que hablan de
humildad, pero se elevan a los primeros lugares, dejando el banco del discípulo
para sentarse en la silla del maestro; todos estos, y aún más los renegados,
los convencionalistas, los tibios y los tímidos, no podrán tener la importancia
de los buenos, de los humildes, de los que tienen el corazón recto, de los que
cultivan el amor por el amor, la fe por su valor progresivo, y trabajan por la
Verdad para tener libertad. La Parábola de la Red es la última de la serie de
las siete parábolas que el Maestro propuso a sus discípulos; por eso el
Apóstol, al publicarla en su Evangelio, conservó la expresión que Cristo le dio
al proponerla: Finalmente: Ella es la
llave con la que Jesús quiso encerrar en aquellos corazones la enseñanza
alegórica que les había transmitido, enseñanza bastante explicativa del Reino
de los Cielos con todas sus prerrogativas.
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