LA PARÁBOLA DE LA PERLA
“El Reino de los Cielos es semejante a un mercader que busca
perlas preciosas. Cuando encuentra una de gran valor, va, vende todo lo que
tiene y la compra.”
(Mateo, XIII, 45-46).
Las perlas son adornos para la gente fina; son escasas, por eso
son caras. Quien tiene grandes y finas perlas tiene un tesoro, tiene una
fortuna. Además de eso, son joyas muy apreciadas, por su estructura, por su
composición. Los puercos no aprecian las virtudes de la perlas; prefieren mijo
o algarrobas. Si les diéramos perlas, ellos las pisarían y las sumergirían en
el lodazal en el que viven; por eso dice Jesús: “No deis perlas a los
puercos.” Seguramente el Señor del Verbo
Divino ya había comparado el Reino de los Cielos a una perla de raro valor,
cuando propuso aquella recomendación a un discípulo que decidió anunciar su
Doctrina a un hombre-puerco. En verdad, que hay hombres que son Hombres, y hay
hombres que se parecen mucho a los puercos. El puerco vive solamente para el
estómago y para el barro. Los hombres puercos también viven para el barro y
para el estómago. Para estos las “perlas” no significan nada: las algarrobas
les saben mejor. El Reino de los Cielos, en los tiempos actuales, es
incompatible con el Reino del Mundo. Para comprar de la perla el hombre vendió
todo lo que tenía; para comprar de la Perla del Reino de los Cielos el hombre
necesita vender el Reino del Mundo.
Existe el Reino del Mundo, y existe el Reino de los Cielos. Aquél
desaparece con las revoluciones, al llamado de la muerte, o bajo el guante de
la miseria. El Reino de los Cielos permanece en el alma de aquél que supo
poseerlo.
CAIRBAR
SCHUTEL
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