3 EL PRECURSOR DEL CRISTIANISMO
Por ocasión de la visita de María, madre de Jesús, a su prima Isabel, el Espíritu saludó a María, como se desprende de la narrativa, y esta, también envuelta en los fluidos de los divinos Mensajeros, pronunció la inspirada oración que hoy corre por el mundo con el título Magnificat: “Mi alma engrandece el Señor, y mi Espíritu se alegró en Dios mi Salvador…” Por fin, llego el tiempo determinado, Isabel tuvo un hijo y sólo entonces se soltó la lengua de Zacarías, cuyas primeras palabras fueron para recordar el nombre de Juan, que el Espíritu había puesto en aquél que sería su hijo carnal. Estas manifestaciones fueron divulgadas por toda la región montañosa de Judea, y los pueblos se quedaron pensativos, porque decían: “la mano del Señor está con este niño”. Zacarías, tomado por el Espíritu, habló acerca del futuro de su hijo, y de la misión que él venía a desempeñar en el mundo.
* El propósito del Evangelio es anunciar a todos el camino de la Salvación, e indicar los medios para encontrar el mismo. Ese libro no fue escrito para narrar genealogías, ni publicar biografías, que poco aprovecharían para el progreso de la Humanidad y para destacar la Religión. Ese es, sin duda, el motivo por el cual el Evangelista calla sobre la vida del Bautista, hasta el día de su manifestación a Israel, es decir, el día en que el Precursor salió abiertamente al mundo para ejercer su noble tarea; el texto del Evangelista se limita a estas palabras: “El niño crecía y se fortalecía en Espíritu y habitaba en los desiertos, hasta el día de su manifestación a Israel.” ¿Qué habría hecho él en el transcurso de ese tiempo? El Evangelista no lo dice, pero es muy fácil adivinarlo. Probablemente hacía lo que hace toda la gente pobre, todos los que no son acariciados por la fortuna del mundo: trabajaba, luchaba, se esforzaba para la manutención de la existencia material. Pasad revista a la vida de todos los grandes hombres que nos legaron centellas de verdades imperecibles, de todos los eminentes del pensamiento, de todos los genios que vinieron a traernos el progreso material, moral y espiritual, y veréis que desde la infancia hasta la vejez, ellos se han manifestado al mundo como máquinas que trabajan incesantemente, viviendo más para los otros que para sí mismos. Así le debería ocurrir a Juan Bautista, operador del trabajo espiritual, ya experto en las lídes de la vida corpórea. Aquél que venía a anunciar la venida del Mesías y a preparar su camino, no podía dejar de cumplir los preceptos que nos mandan trabajar para vivir. Juan Bautista no podía haber pasado una vida de ocio, escondido desde la infancia en los desiertos, para huir de los deberes materiales impuestos a todas las criaturas. Y cuando el Evangelio dice que el Bautista habitaba en los desiertos, da a entender el menosprecio que sus contemporáneos hacían de aquellas individualidades, que, por “no vestirse de finas ropas y no habitar palacios”, dejaban de merecer la atención de sus conciudadanos y especialmente la de los grandes de su época. Es posible que, antes de iniciar su misión, como era costumbre de los antiguos profetas, Juan se retirase para el desierto a fin de prepararse, por el ayuno y la oración, para el desempeño de sus deberes sagrados. Y fue esta seguramente la explicación que Jesús quiso dar y dio veladamente a los que buscaban a Juan, a los que, en las cercanías de la ciudad de Naim, deseaban ver a Juan: “¿Qué saliste a ver en el desierto? ¿Una cana agitada por el viento? ¿O a un hombre vestido con ropas finas? Pero los que se visten ricamente y viven en el lujo, asisten en los palacios de los reyes.” En esa misma ocasión el Divino Maestro, dando a conocer a todos el gran Espíritu que lo precediera, como revelador de su venida, dijo: “Juan es un profeta, mucho más que profeta, porque es de su persona que está escribiendo: aquí está, ahí envío ante ti a mi ángel, que ha de preparar tu camino.”
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Pero, al final, llegamos a la fase luminosa de la vida del Mensajero de lo Alto, en que su luz brilla como un relámpago, y su voz retumba como un trueno. Fue en el décimo quinto año del reinado de Tiberio César, siendo Pilatos gobernador de Judea, Herodes el Tetrarca de Galilea y los sumos sacerdotes Anás y Caifás, que circuló por Palestina la noticia de la aparición de un profeta que agitaba las masas populares en torno de su respetable figura; y a las orillas del Jordán, por donde pasaba, las multitudes afluían para escucharlo. Unos, se acercaban a él siguiendo sus pasos redentores; otros, ávidos de manifestaciones físicas y señales exteriores, le pedían el bautismo del agua, creyendo, sin duda, que la perfección y la pureza pueden vivir en el cuerpo cuando el espíritu está sucio. Juan atendía a unos y otros dando a cada uno lo que cada uno necesitaba para la expiación de las faltas y redención del Espíritu. Genio franco, leal, sincero, incorruptible, austero, el Bautista, cuya principal misión era preparar almas para el Señor, arreglar veredas por donde Jesús pudiese pasar; allanar valles, arrasar montes y oteros, aplanar caminos escabrosos, destruir las tortuosidades para que las sendas fueran derechas; él traía un arsenal de instrumentos para cortar árboles seculares, arrancar matas que ensombrecían las conciencias, arrancar raíces de nefastas plantas que perjudicaban la siembra, para que la simiente del Evangelio, que iba a ser sembrada, produjese el fruto necesario. Y así fue como destruyó el orgullo de clase y de familia; combatió con gran tenacidad los vicios; atacó con admirable energía las pasiones; despertó en las almas el deseo del arrepentimiento por medio de las buenas obras que deberían practicar; destruyó, en fin, la vanidad humana, haciendo ver que Dios podría suscitar hasta de las propias piedras hijos a Abraham; y afirmó que la salvación para el Reino de Cristo no consistía si no en el desinterés, en el desapego a los bienes terrenos, en la severidad de costumbres, en la limpieza de carácter y en el cumplimiento del deber.
A los que le preguntaban: “qué tenemos que hacer para estar con Cristo”, respondía: “aquél que tenga dos túnicas reparta con el que no tiene ninguna; el que tenga alimentos, haga lo mismo”. A unos publicanos que se acercaron a él solicitándole el bautismo, respondió: “no exijáis nada más de lo que manda la ley”. A unos soldados que fueron a él, les dijo: “no intimidéis a nadie, no denunciéis falsamente y contentaos con vuestra paga.” No pararon ahí las instrucciones que el Mensajero de Dios nos legó para que nos aproximemos a Cristo. Destacando muy bien su tarea, dejando bien claro el papel que él representaba frente a la espiritualización de las almas, nunca quiso asumir la misión que sólo a Jesús le correspondía. Es así que decía franca y decisivamente que de nada valía su bautismo del agua, pues el que vendría después de él tendría que bautizar con el Espíritu Santo y Fuego. ¡Sólo a Jesús debía ser dada la gloria por todos los siglos! Pero esas palabras no gustaron a las almas afectas a las cosas materiales: los espíritus obstinados se rebelaban contra la nueva doctrina; el sacerdocio tejía, en secreto, maquinaciones maléficas contra el Enviado; el tetrarca de Galilea, herido en su amor propio por la revelación, por parte del profeta, de deshonestidad que practicara; Herodías, su cuñada, rodeada de una corte enorme de aduladores, deliberaron, como medio más eficaz, prender al Profeta de la Revelación Cristiana, dándole, por fin, la muerte ultrajante de la decapitación. Y así fue: ciñendo la corona del martirio, tejida por los grandes de su época, desapareció del escenario del mundo, alcanzando los altos paraísos de las glorias inmortales, aquél gran Espíritu, sabio, generoso y santo, que dedicó su existencia terrestre al servicio de muchos hombres que, después de su venida, han bebido, en sus enseñanzas, el elixir restaurador que nos da vida, para caminar en busca de Jesucristo. Tal es, en un ligero esbozo biográfico, la historia del gran misionero al que llamamos el Precursor del Cristianismo, o el Bautista de la Revelación Cristiana.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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