UNA PARTE DEL
SERMÓN DE LA MONTAÑA
“Al ver las
multitudes subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos; y se puso
a enseñarles así: “Bienaventurados los
pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
“Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la Tierra. “Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán hartos.
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.
“Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
“Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios.
“Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es
el Reino de los Cielos. “Bienaventurados seréis, cuando os injurien, os
persigan y digan contra vosotros toda suerte de calumnias por causa mía.
Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos.
Pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros.”
(Mateo, V,
1-12).
En el mundo hay
alegrías, sin embargo, existen más dolores y tristezas. Job decía que “el
hombre vive poco tiempo en la Tierra y su vida está llena de tribulaciones” –
Brevi vivens tempore repletur multis miseriis. Las Escrituras dicen que la
Tierra es un Valle de Lágrimas y compara la vida del hombre a la del obrero que
sólo a la noche come su pan bañado de sudor.
En este mundo,
nos sentimos doblegados al peso del dolor; hoy, mañana o después, él no dejará
de visitarnos. El peso de los infortunios acompaña a la Humanidad desde todos
los siglos. El hombre viene al mundo con un grito; un gemido de dolor es su
último suspiro. De la cuna a la tumba, la senda de la vida está sembrada de
espinas y bañada de lágrimas. ¡Cuántas ilusiones, cuántas amarguras, cuántos
dolores pasamos en este mundo! El dolor es una ley semejante a la de la muerte;
penetra en el tugurio del pobre como en el palacio del rico. En este mundo aún
atrasado, donde venimos a progresar, el dolor parece ser el centinela asignado
a despertarnos para la perfección. Max Nordau decía: “Id de ciudad en ciudad y
llamad de puerta en puerta; preguntad si ahí se encuentra la felicidad, y todos
os responderán: ¡No; ella está muy lejos de nosotros!” Pero si es verdad que el
Señor permitió que los sufrimientos nos asaltasen, no es menos verdad que también nos proporciona la Esperanza, con
que aguardamos días mejores. “Bienaventurados los que sufren, porque ellos
serán consolados.” La Esperanza, es la estrella que dirige nuestras más bellas
aspiraciones; es la estrella que ilumina la noche tenebrosa de la vida, y nos
hace vislumbrar la estancia de salvación. La vida en la Tierra es un camino que
nos conduce a los parajes luminosos de la Vida Eterna; no es un descanso, sino
una preparación para el reposo. Pablo, el Apóstol de los Gentiles,
recordándonos en una de sus luminosas Epístolas la Vida Real, dice: “Día vendrá
en que nos despojaremos de la vestimenta mortal para vestir la de la
inmortalidad.” Atravesamos la existencia en la Tierra como el soldado atraviesa
un campo de fuego y de sangre, y los bravos y los fuertes de espíritu clavan en
las murallas su estandarte y levantan el grito de victoria. Esto es lo que nos
enseña el Espiritismo con su consoladora Doctrina.
Lleno de
compasión por el mundo, Cristo descendió de las alturas, se sienta en el monte,
atrae hacia sí a multitudes de desventurados y comienza su monumental sermón
con las consoladoras promesas: “Bienaventurados los pobres, los afligidos, los
que lloran, porque de ellos es el Reino de los Cielos.” La “buena palabra”, la
Esperanza, proporciona siempre resignación, coraje y fe a los desilusionados de
las promesas del mundo. El hombre que confía y espera en Dios, ve en los
sufrimientos el rescate de sus faltas, el medio de purificarse de la
corrupción. Es necesario tener fe, es necesario tener Esperanza. Decid al
moribundo que, en verdad, no morirá, y él, animado por vuestra palabra,
enfrentará la muerte y no sufrirá su aguijón. La Esperanza es el consuelo de
los afligidos, la compañera del exilado, la amiga de los desventurados, la
mensajera de las promesas de Cristo. Pierda el hombre todo: bienes, fortuna,
salud, seres queridos, amigos, pero si la Esperanza, Hija del Cielo, lo
envuelve, él prosigue en su ascensión para el bien, para la vida, para la
Inmortalidad. En lo alto del monte, lleno de tristeza por las desventuras
humanas, el Señor enseñaba a la multitud los medios de conquistar, con el
trabajo por el que pasaban, el Reino de los Cielos. Y a todos recomendaba
resignación en la adversidad, mansedumbre en las luchas de la vida,
misericordia en medio de la tiranía, y limpieza de corazón para que pudiesen
ver a Dios. En esa auténtica oración, el Señor preveía que serían injuriados y
perseguidos todos aquellos que, creyendo en su Palabra, encontrasen en ella el
apoyo para sus dolores, el lenitivo para sus sufrimientos; mas recomienda,
anticipadamente, que no nos encolericemos con el mal que nos hicieran, para que
sea grande nuestra recompensa en los Cielos. Dijo más: que ejemplificásemos
nuestra vida como los profetas que nos precedieron, porque, “bienaventurados
han sido todos los que son perseguidos por causa de la justicia.”
Luchemos contra
el dolor, aprovechando esa prueba que nos fue ofrecida, para la victoria del
Espíritu, libre de los lazos terrenos. Empuñemos la espada de la Fe y el escudo
de la Caridad, con todos sus atributos, y el Reino de Dios florecerá en
nosotros, como rogamos diariamente en el Padre Nuestro, la oración que Jesús
nos legó.
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