POBRES DE ESPÍRITU Y ESPÍRITUS POBRES


POBRES DE ESPÍRITU Y ESPÍRITUS POBRES





“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.”



(Mateo, V, 3).





Dios quiere Espíritus ricos de amor y pobres de orgullo. Los “pobres de espíritu” son los que no tienen orgullo, los espíritus ricos son los que acumulan tesoros en los Cielos, donde la polilla no los roe y los ladrones no los roban. Los “pobres de Espíritu” son los humildes, que nunca muestran saber lo que saben, y nunca dicen tener lo que tienen; la modestia es su distintivo, porque los verdaderos sabios son los que saben que no saben. Es por eso que la humildad se volvió tarjeta de visita para ingresar en el Reino de los Cielos. Sin la humildad, no se mantiene ninguna virtud. La humildad es el propulsor de todas las grandes acciones y rasgos de generosidad, sea en la Filosofía, en el Arte, en la Ciencia o en la Religión. Bienaventurados los humildes; de ellos es el Reino de los Cielos. Los humildes son sencillos en el hablar, sinceros y francos en el actuar; no hacen ostentación de saber ni de santidad; detestan los aduladores y serviles y de ellos se compadecen. La humildad es la virgen sin mancha que a todos comprende sin poder ser por los hombres comprendida. Tolerante en su sencillez, se compadece de los que pretenden afrontarla con su orgullo; se calla ante las palabras locas de los simples; soporta la injusticia, pero descansa con la verdad. La humildad respeta al hombre, no por sus haberes, sino por sus virtudes. La pobreza de pasiones, de vicios, de bajas

condiciones que prenden al mundo y el desapego de efímeras glorias, de egoísmo, de orgullo, amparan a los viajantes terrenos que caminan hacia la perfección. Esta fue la pobreza que Jesús proclamó: pobreza de sentimientos bajos, pobreza de carácter deprimido. ¡Cuántos pobres de bienes terrenos creen ser dignos del Reino de los Cielos, y, entretanto, son almas obstinadas y endurecidas, son seres degradados que, sin cubierto y sin pan, repudian a Jesús y se encierran en los reductos de una fe bastarda, que, en vez de esclarecer, oscurece, en vez de salvar, condena! No es la ignorancia y la baja condición las que nos dan el Reino de los Cielos, sino los actos nobles: la caridad, el amor, la adquisición de conocimientos que nos permitan alargan el plano de la vida en busca de más vastos horizontes, más allá de los que divisamos. Si de la imbecilidad viniese la “pobreza de espíritu” que da el Reino de los Cielos, los necios, los cretinos, los locos no serían fustigados en la otra vida, como nos dicen que son, cuando se comunican con nosotros. Pobres de espíritu son los sencillos y rectos, y no los orgullosos y bellacos; pobres de espíritu son los buenos que saben amar a Dios y al prójimo, tanto como se aman a sí mismos. Pobres de espíritu son los que estudian con humildad, son los que saben que no saben, son los que imploran de Dios el amparo indispensable para sus almas. Para estos dijo Jesús: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.”



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