Yo no he venido a traer la paz, sino la división 2
14. Es preciso notar que el cristianismo llegó cuando el
paganismo estaba en decadencia, y se debatía contra las luces de la razón. Se
practicaba aún por fórmula, pero la creencia había desaparecido; sólo el
interés personal la sostenía. Pero el interés es tenaz; nunca cede a la
evidencia irritándose tanto más cuanto más perentorios son los razonamientos
que se le oponen y le demuestran mejor su error; sabe bien que está en él, mas
esto no le conmueve, porque la verdadera fe no está en su alma; lo que más teme
es la luz que abre los ojos de los ciegos; este error lo aprovecha, y por esto
se aferra a él y lo defiende. ¿Sócrates no había, también, emitido una doctrina
análoga, hasta cierto punto, a la de Cristo? ¿Por qué, pues, no prevaleció en
aquella época en uno de los pueblos más inteligentes de la tierra? Es que el
tiempo no había llegado aún; Sócrates sembró en una tierra que no estaba
trabajada; el paganismo aun no se había "gastado". Cristo recibió su
misión providencial en tiempo propicio. Todos los hombres de su época no
estaban, ni mucho menos, a la altura de las ideas cristianas; pero había una
aptitud más general en asimilárselas porque se empezaba a sentir el vacío que
las creencias vulgares dejaban en el alma. Sócrates y Platón abrieron el camino
y predispusieron los espíritus. (Véase en la Introdución, párrafo IV,
"Sócrates y Platón, precursores de la idea cristiana y del
Espiritismo").
15. Desgraciadamente los adeptos de la nueva doctrina no
se entendieron sobre la interpretación de las palabras del maestro, la mayor
parte cubiertas con el velo de las alegorías y de la figura; de aquí nacieron,
desde el principio, las sectas numerosas que todas pretendían tener la verdad
exclusiva, y que diez y ocho
siglos no han podido poner de acuerdo. Olvidando el más
importante de los divinos preceptos, aquel del que Jesús había hecho la piedra
angular de su edificio y la condición expresa de salvación, la caridad, la
fraternidad y el amor al prójimo, esas sectas se anatematizaron mutuamente y se
arrojaron unas contra otras, destruyendo las más fuertes a las más débiles,
ahogándolas en la sangre, en los tormentos y en las llamas de las hogueras. Los
cristianos vencedores del paganismo, de perseguidos se hicieron perseguidores,
y a sangre y fuego plantaron en ambos mundos la cruz del cordero sin mancha. Es
un hecho constante que las guerras de religión han sido las más crueles y han
hecho más víctimas que las guerras políticas, y que en ninguna de éstas se han
cometido más actos de atrocidad y barbarie que en aquéllas. ¿Acaso está la
falta en la doctrina de Cristo? No, ciertamente, porque condena formalmente
toda violencia. ¿Dijo nunca a sus discípulos, id y matad, destrozad, quemad a
los que no crean lo que vosotros? No, sino que les dijo todo lo contrario: Todos
los hombres son hermanos y Dios es soberanamente misericordioso; amad a vuestro
prójimo, amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os persiguen. Les dijo
más: El que mata por la espada, perecerá por la espada. La responsabilidad no
está, pues, en la doctrina de Jesús, sino en los que la han interpretado
falsamente y han hecho de ella un instrumento para servir a sus pasiones; está
en los que han desconocido estas palabras: "Mi reino no es de este
mundo". Jesús, en su profunda sabiduría, preveía lo que iba a suceder;
estas cosas eran inevitables, por ser inherentes a la inferioridad de la
naturaleza humana, que no podía transformarse repentinamente. Era preciso que
el cristianismo pasase por esta larga y cruel prueba de diez y ocho siglos para
manifestar todo su poder, porque a pesar de todo el mal cometido en su nombre
ha salido puro; jamás se le ha puesto en tela de juicio; la culpa ha recaído
siempre sobre los que han abusado de él; a cada acto de intolerancia se ha
dicho siempre: Si el cristianismo fuese mejor comprendido y mejor practicado,
no hubiera sucedido esto.
Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec
No hay comentarios:
Publicar un comentario