Los huérfanos
18. Hermanos míos, amad a los huérfanos; si
supiérais cuán triste es el estar solo y abandonado, sobre todo en edad
temprana! Dios permite que haya huérfanos para inducirnos a servirles de padre.
¡Qué divina caridad la de ayudar a una pobre criatura abandonada, la de impedir
que sufra hambre y frío, la de dirigir su alma con el fin de que no se pierda
en el vicio! El que tiende la mano al niño abandonado, es agradable a Dios
porque comprende y practica su ley.
Pensad también que el hijo que socorréis,
os ha sido con frecuencia muy amado en otra encarnación, y si pudiéseis
acordaros, no sería caridad, sino un deber. Así, pues, amigos míos, todo ser
que sufre es vuestro hermano y tiene derecho a vuestra caridad, no a esa
caridad que hiere el corazón, no a esa limosna que quema la mano del que la
recibe, porque vuestros óbolos rehusarían, si la enfermedad y la desnudez no
les esperasen en la bohardilla que habitan! Dad con delicadeza; añadir al
beneficio el más precioso de todos: una buena palabra, una caricia, una sonrisa
de amigo; evitad ese tono de protección que atormenta el corazón, y pensad que
haciendo bien, trabajáis para vosotros y los vuestros. (Un espíritu familiar.
París, 1860).
19. "¿Qué debemos pensar de las
personas que habiéndoseles pagado sus beneficios con ingratitudes, ya no hacen
bien por miedo de encontrar ingratos?". Estas personas tienen más egoísmo
que caridad, por que hacer el bien sólo para recibir muestras de reconocimiento
es no hacerlo con desinterés, y el bien desinteresado es el bien agradable a
Dios. También hay orgullo, porque se complacen en la humildad del obligado que
viene a poner el reconocimiento a sus pies. El que busca en la Tierra la
recompensa del bien que hace, no la recibirá en el cielo; pero Dios tendrá
buena cuenta del que no la busca en la tierra. Es necesario ayudar a los
débiles siempre, aunque antes se sepa que aquellos a quienes se hace bien, no
quedarán agradecidos. Sabed que si aquellos a quienes se hace el servicio
olvidan el favor, Dios os lo tomará más en cuenta que si fuéseis recompensados
por el reconocimiento de vuestro obligado. "Dios permite que algunas veces
os paguen con ingratitudes para probar vuestra perseverancia en hacer el
bien". Por otra parte, ¿qué sabéis vosotros si este favor olvidado por el
momento, reportará más tarde buenos frutos? Por el contrario, estad seguros de
que es una semilla que germinará con el tiempo. Desgraciadamente vosotros sólo
véis el presente, y trabajáis para vosotros y no para los demás. Las buenas
obras acaban por ablandar los corazones más endurecidos; puede que sean
desconocidas en la tierra; pero cuando el espíritu esté desembarazado de su velo
carnal, se acordará, y este recuerdo será su castigo; entonces le pesará su
ingratitud, querrá reparar su falta y pagar su deuda en otra existencia,
aceptando a menudo una vida de abnegación hacia su bienhechor. Este es el modo
cómo, sin vosotros saberlo; habréis contribuído a su adelantamiento moral y
reconoceréis más tarde toda la verdad de esta máxima. Una buena obra nunca se
pierde. Pero habréis trabajado también para vosotros, porque tendréis el mérito
de haber hecho el bien con desinterés, sin dejaros desanimar por los
desengaños. ¡Ah! amigos míos, si conociéseis todos los lazos que en la vida
presente os unen a vuestras existencias anteriores, si pudiéseis abrazar la
multitud de relaciones que unen los seres unos a otros para su progreso mutuo, admiraríais
mucho más aun la sabiduría y la bondad del Criador, que os permite volver a
vivir para llegar hasta El. (Guía protector. Sens, 1862).
20. "La beneficencia, ¿es bien
entendida cuando es exclusiva entre las personas de una misma opinión, de una
misma creencia, o de un mismo partido?". No; es menester, sobre todo,
abolir el espíritu de secta y de partido; porque todos los hombres son
hermanos. El verdadero cristiano sólo ve hermanos en sus semejantes, y antes de
socorrer al que está necesitado, no consulta ni la creencia ni su opinión,
cualquiera que ella sea. ¿Seguiría acaso el precepto de Jesucristo, que dice
que también debemos amar a nuestros enemigos, si rechazase a ún desgraciado,
porque éste tuviese otra fe que la suya? Que lo socorra, pues, sin pedirle
cuenta de su conciencia, porque si es un enemigo de la religión, es el medio de
hacérsela amar; rechazándole se la haría aborrecer. (San Luis. París, 1860).
Extraído del libro “El evangelio según el
espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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