La ingratitud de los hijos y los lazos de
familia 2
9. Cuando los padres han hecho todo cuanto
han podido para el adelantamiento moral de sus hijos, si no pueden conseguir su
objeto, no pueden hacerse cargos, y su conciencia puede estar tranquila; pero
al pesar muy natural que experimentan por el mal éxito de sus esfuerzos, Dios
reserva un grande, un inmenso consuelo, por la "certeza" de que sólo
es un atraso, y que les será permitido acabar en otra existencia la obra
empezada en ésta, y que un día el hijo ingrato les recompensara con su amor.
(Cap. XIII, número 19). Dios no ha hecho las pruebas superiores a las fuerzas
del que las pide; no permite sino las que se puedan cumplir; si no se llena el
objeto, no es la posibilidad la que le falta, sino la voluntad, porque ¿cuántos
hay que en lugar de resistir a las malas tentaciones, se entregan y complacen
en ellas? Para estos están reservados los llantos y el crujir de dientes en sus
existencias posteriores; pero admirad la bondad de Dios, que nunca cierra la
puerta al arrepentimiento. Llega un día en que el culpable se cansa de sufrir o
en que su orgullo al fin se ha dominado, y entonces es cuando Dios abre sus
brazos paternales al hijo pródigo que se echa a sus pies. "Las grandes
pruebas, escuchadme bien, son casi siempre indicio de un fin de sufrimientos y de
un perfeccionamiento del espíritu, cuando son aceptadas por amor a Dios".
Este es un momento supremo, y entonces es cuando sobre todo conviene no
desfallecer murmurando, si no se quiere perder el fruto y tener que empezar
otra vez. En lugar de quejaros, dad gracias a Dios, que os ofrece la ocasión de
vencer para daros el premio de la victoria. Entonces, cuando al salir del
torbellino del mundo terrestre entréis en el de los espíritus, seréis allí
aclamado como el soldado que sale victorioso de la pelea.
De todas las pruebas, las más poderosas son
las que afectan al corazón; hay quien soporta con valor la miseria y las
privaciones materiales y sucumbe bajo el peso de la tristeza doméstica,
mortificado por la ingratitud de los suyos. ¡Oh! esto es una aguda agonía!
Pero, ¿quién puede mejor, en estas circunstancias, reanimar el valor moral,
sino el conocimiento de las causas del mal y la certeza de que, si hay grandes
trastornos, no hay desesperaciones eternas, porque Dios no puede querer que su
criatura sufra siempre? ¿Qué cosa hay más consoladora y que dé más valor, que
el pensamiento de que depende de sí mismo y de sus propios esfuerzos abreviar
el sufrimiento, destruyendo en sí las causas del mal? Pero, para esto, es
preciso no concretar las miradas a la Tierra y no ver sólo una existencia; es
preciso elevarse, dominar el infinito del pasado y del porvenir; entonces la
gran justicia de Dios se revela a vuestras miradas y esperáis con paciencia,
porque os explicáis lo que os parecen monstruosidades en la Tierra; las heridas
que recibís en ella sólo os parecen rasguños. Con este golpe de vista echado al
conjunto, los lazos de familia aparecen bajo su verdadera luz; éstos no son ya
los lazos frágiles de la materia que reúnen sus miembros, sino lazos duraderos
del espíritu que se perpetúan y consolidan purificándose, en lugar de romperse
con la encarnación. Los espíritus a quienes la semejanza de gustos, la
identidad del progreso moral y el afecto conducen a reunirse, forman familias;
estos mismos espíritus en sus emigraciones terrestres, se buscan para agruparse
como lo hacen en el espacio; de aquí nacen las familias unidas y homogéneas, y
si en sus peregrinaciones se separan momentáneamente, se encuentran después
felices por su nuevo progreso. Pero como no deben trabajar sólo para sí, Dios
permite que los espíritus menos adelantados vengan a encarnarse entre ellos,
para tomar consejos y buenos ejemplos en provecho de su adelantamiento; algunas
veces ponen la disensión entre ellos; pero esta es la prueba, esta es la tarea.
Acogedles, pues, como a hermanos, ayudadles, y más tarde, en el mundo de los
espíritus, la familia se felicitará por haber salvado del naufragio a los que a
su vez podrán salvar a otros. (San Agustín. París, 1862).
Extraído del libro “El evangelio según el
espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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