La beneficencia
11. La beneficencia, amigos míos, os dará
en este mundo los más puros y más dulces goces; los goces del corazón que no
son turbados por el remordimiento, ni por la indiferencia. ¡Oh! si pudiéseis
comprender todo lo que encierra de grande y suave la generosidad de las almas
bellas, sentimiento que hace que se mire a otro como a sí mismo, y que uno se
despoja con gusto para vestir a su hermano. ¡Que Dios os permita, mis queridos
amigos, poderos ocupar en la dulce misión de hacer felices a los otros! No hay
fiestas en el mundo que puedan comparar a esas fiestas alegres, cuando,
representantes de la divinidad, volvéis la calma a las pobres familias que sólo
conocen la vida de las vicisitudes y amarguras, cuando súbitamente véis a esos
rostros ajados brillar de esperanza, porque no tenían pan; a esos desgraciados,
y sus tiernos hijos, que ignorando que vivir es sufrir, gritaban, lloraban y
repetían esas palabras que penetraban como un cuchillo agudo en el corazón
maternal. ¡Tengo hambre....! ¡Oh! comprended cuán deliciosas son las
impresiones de aquel que ve renacer la alegría allí en donde un momento antes
no veía otra cosa que desesperación. ¡Comprended cuáles son vuestras
obligaciones hacia vuestros hermanos! Marchad, marchad al encuentro del
infortunio; marchad a socorrer sobre todo las miserias ocultas, porque éstas
son las más dolorosas. Marchad, queridos míos, y acordáos de estas palabras del
Salvador: "Cuando vistáis a uno de estos pequeños, pensar que a mí es a
quien lo hacéis!" ¡Caridad!, palabra sublime que resume todas las
virtudes, tú eres la que debe conducir los pueblos a la felicidad;
practicándote se crearán goces infinitos para el porvenir, y durante su
destierro en la tierra, tú serás su consuelo, el principio de los goces que
disfrutarán más tarde cuando se abracen todos juntos en el seno del Dios de
amor. Tú eres, virtud divina, la que me has procurado los solos momentos de
felicidad que he tenido en la Tierra. Que mis hermanos encarnados puedan creer
la voz del amigo que les habla y les dice: En la caridad debéis buscar la paz
del corazón, el contentamiento del alma, el remedio contra las aflicciones de
la vida.¡ Oh! cuando estéis a punto de acusar a Dios, echad una mirada por
debajo de vosotros, y veréis cuántas miserias hay que consolar; ¡cuántos pobres
niños sin familia; cuántos ancianos sin tener una mano amiga para socorrerles y
cerrarles los ojos cuando la muerte los llama! ¡Cuánto bien puede hacerse! Oh,
no os quejéis; por el contrario, dad gracias a Dios, y prodigad a manos llenas
vuestra simpatía, Vuestro amor, vuestro dinero a todos aquellos que
desheredados de los bienes de este mundo, languidecen en el sufrimiento y en el
aislamiento. Aquí en la tierra recogeréis goces muy dulces, y más tarde...¡Dios
sólo lo sabe! (Adolfo, obispo de Argel. Bordeaux, 1861).
12. Sed buenos y caritativos, esta es la
llave de los cielos que tenéis en vuestras manos, toda la felicidad eterna está
encerrada en esta máxima; Amáos unos a otros. El alma no puede elevarse en las
regiones espirituales sino por abnegación y amor al prójimo; sólo encuentra
felicidad y consuelo en los impulsos de la caridad; sed buenos, sostened a
vuestros hermanos, dejad a un lado la horrible plaga del egoísmo; llenando este
deber, se os abrirá el camino de la felicidad eterna. Por lo demás, ¿quién de
entre vosotros no ha sentido latir su corazón, dilatarse su alegría interior al
oir contar un bello sacrificio o una obra verdaderamente caritativa? Si sólo
buscaseis el deleite que proporciona una buena acción, estaríais siempre en el
camino del progreso espiritual. Los ejemplos no faltan; sólo las buenas
voluntades son raras. Mirad la multitud de hombres de bien cuya piadosa memoria
os recuerda la Historia. ¿No os ha dicho Cristo todo lo que concierne a estas
virtudes de caridad y de amor? ¿por qué dejáis a un lado esas divinas
enseñanzas? ¿por qué se cierran los oídos a sus divinas palabras y el corazón a
todas sus dulces máximas? Yo quisiera que se fijase más la atención y hubiese
más fe en las lecturas evangélicas, pues se abandona ese libro y se ha hecho de
él una palabra vacía, una carta cerrada: se echa al olvido ese código
admirable, y vuestros males provienen del abandono voluntario que hacéis de ese
resumen de leyes divinas. Leed, pues, esas páginas ardientes del afecto de
Jesús, y meditadlas. Hombres fuertes, ceñios; hombres débiles, haced armas de
vuestra dulzura, de vuestra fe y tened más persuasión, más constancia en la
propagación de vuestra nueva doctrina; sólo hemos venido a daros ánimo para
estimular vuestro celo y vuestras virtudes, sólo para esto nos permite Dios que
nos manifestemos a vosotros; pero si se quisiera, no habría necesidad de otra
cosa que de la ayuda de Dios y de su propia voluntad; las manifestaciones
espiritistas sólo se han hecho para los ojos cerrados y corazones indóciles.
La caridad es la virtud fundamental que
debe sostener todo el edificio de las virtudes terrestres; sin ellas, las otras
no existen. Sin la caridad no hay esperanza en una vida mejor, no hay interés
moral que nos guíe; sin caridad no hay fe, porque la fe sólo es un rayo puro
que hace brillar a un alma caritativa. La caridad es el áncora eterna de
salvación en todos los globos; es la más pura emanación del mismo Criador: es
su propia virtud que El da a la criatura. ¿Cómo fuera posible desconocer a esta
suprema bondad? Con este pensamiento, ¿cuál seria el corazón con suficiente
perversidad para rehusar y rechazar ese sentimiento enteramente divino? ¿Cuál
sería el hijo bastante malo para sublevarse contra esta dulce caricia: la
caridad? Yo no me atrevo a hablar de lo que he hecho, porque los espíritus
tienen también el pudor de sus obras; pero creo que la que he empezado, es una
de las que deben contribuir más al alivio de vuestros semejantes. Veo que los
espíritus muchas veces piden por misión continuar mi tarea; veo a mis buenas y
queridas hermanas en su piadoso y divino misterio; las veo practicar la virtud
que os recomiendo, con toda la alegría que procura esa existencia de abnegación
y sacrificios: para mí es una felicidad grande el ver tan honrado su carácter,
estimada su misión y dulcemente protegida. Hombres de bien, de buena y grande voluntad,
uníos para continuar la grande obra de propagación de la caridad: vosotros
hallaréis la recompensa de esta virtud en su mismo ejercicio: proporciona todos
los goces espirituales desde la vida presente. Uníos, amáos unos a otros según
los preceptos de Cristo. Amén. (San Vicente de Paul. París, 1858.)
13. Yo me llamo la caridad, soy el camino
principal que conduce a Dios; seguidme, porque soy el objeto al que debéis
todos aspirar. Esta mañana he hecho mi paseo habitual, y con el corazón
lastimado vengo a deciros: ¡Oh! amigos míos, qué miserias, qué lágrimas y
cuánto tenéis que hacer para sacarlas todas! He procurado vanamente consolar a
las pobres madres; las he dicho al oído: ¡Animo! ¡hay buenos corazones que
velan por vosotras, no os abandonarán, paciencia! Dios está aquí, sois sus
amadas, sois sus elegidas. Parece que me oyen y vuelven a mí sus grandes ojos
extraviados, pues leía en su pobre rostro que su cuerpo, ese tirano del
espíritu, tenía hambre, y que si mis palabras serenaban un poco su corazón, no
llenaban su estómago. Repetía otra vez, ¡ánimo, ánimo!, y entonces una pobre
madre, joven aun, que amamantaba a su hijito, lo ha tomado en sus brazos y lo
ha levantado como rogándome que protegiese a aquel pobre pequeño ser que sólo
sacaba de su seno estéril un alimento insuficiente. En otra parte, amigos míos,
he visto a pobres ancianos sin trabajo y en breve sin asilo, presa de todos los
sufrimientos de la necesidad, y avergonzados de su miseria, no atreverse, no
habiendo mendigado nunca, a implorar la piedad de los viandantes. Con el
corazón conmovido de compasión, yo que nada tengo, me he puesto a mendigar para
ellos, y voy por todas partes estimulando la beneficencia e inspirando buenos
sentimientos a los corazones generosos y compasivos. Por esto vengo hoy, amigos
míos, y os digo: allá hay desgraciados cuya artesa está sin pan, su hogar sin
fuego y su cama sin abrigo. No os digo lo que debéis hacer, dejo la iniciativa
a vuestros corazones; si yo os trazara vuestra línea de conducta, no tendríais
el mérito de vuestra buena acción, sólo os digo: Soy la caridad, y os tiendo la
mano para vuestros hermanos que sufren. Mas si pido, también doy, y doy mucho;
¡os convido al gran banquete, y os facilito el árbol en que os saciaréis todos!
¡Mirad qué hermoso es y cuán cargado está de flores y de frutos! Id, id; coged
todos los frutos de ese hermoso árbol, que es la beneficencia. En el lugar que
ocupaban las ramas que habréis cogido, pondré todas las buenas acciones que
haréis y llevaré este árbol a Dios para que lo cargue de nuevo, porque la
beneficencia es inagotable. Seguidme, pues, amigos míos, a fin de que os cuente
en el número de los que se alisten a mi bandera; no tengáis miedo; yo os
conduciré al camino de la salvación; porque soy la Caridad. (Caritá,
martirizada en Roma. Lyon, 1861).
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