El duelo 2
14. ¿Qué opinión formarán de mí, decís a
menudo, si rehuso la reparación que se me ha pedido, o si no la pido al que me
ha ofendido? Los locos como vosotros, los hombres atrasados, os vituperarán;
pero los ilustrados con la antorcha del progreso intelectual y moral, dirán que
obráis según la verdadera prudencia. Reflexionad un poco: por una palabra,
muchas veces dicha sin pensar, o muy inofensiva de parte de uno de vuestros
hermanos, vuestro orgullo se resiente, le contestáis de un modo picante, y de
aquí viene una provocación. Antes de llegar al momento decisivo, ¿os preguntáis
si obráis como cristiano? ¿Qué cuenta daréis a la sociedad si la priváis de uno
de sus miembros? ¿Pensáis, acaso, en el remordimiento de haber quitado un
esposo a la esposa, un hijo a su madre, un padre a sus hijos? Ciertamente que
el que ha hecho una ofensa, debe una reparación; ¿pero, no es mucho más honroso
para él darla espontáneamente, confesando su error, que exponer la vida de
aquél que tiene derecho a quejarse? En cuanto al ofendido, convengo que alguna
vez puede ser gravemente maltratado, ya en su persona, ya con relación a los
individuos que nos atañen de cerca; no sólo el amor propio es el herido,
también lo es el corazón y sufre; pero además de que es una estupidez jugarse
la vida con un miserable capaz de una infamia, ¿por ventura, muerto éste no
subsiste la afrenta cualquiera que sea? La sangre derramada, ¿no da más
publicidad a un hecho, que si es falso, debe caer por su propio peso, y si es
verdad, no debe ocultarse en el silencio? No queda, pues, sino la satisfacción
de saciarse en la venganza cumplida. Triste satisfacción! ¡ay! que a menudo
produce esta vida en recuerdos dolorosos. Y si es el ofendido el que sucumbe,
¿dónde está la reparación? Cuando la caridad sea la regla de conducta de los
hombres, atemperarán sus actos y sus palabras a esta máxima: No hagáis a los
otros lo que no quisiérais que os hicieran a vosotros; entonces desaparecerán
todas las causas de disensiones, y con ellas, los duelos y las guerras, que son
los duelos de pueblo a pueblo. (Francisco Javier, Bordeaux, 1861).
15. El hombre de mundo, el hombre feliz,
que, por una palabra que hiere, por una causa ligera juega la vida que ha
recibido de Dios, y juega la vida de su semejante que pertenece a Dios, es más
culpable cien veces que el miserable que empujado por la ambición, por la
necesidad algunas veces, se introduce en una casa para robar lo que ambiciona y
mata a aquellos que se oponen a su designios. Este último es casi siempre un
hombre sin educación, que no tiene más que nociones imperfectas del bien y del
mal; mientras que el duelista pertenece casi siempre a la clase más ilustrada;
el uno mata brutalmente, el otro con método y finura, lo que hace que la
sociedad le excuse. Aún añado que el duelista es infinitamente más culpable que
el desgraciado que, cediendo a un sentimiento de venganza, mata en un momento
de exasperación. El duelista no puede excusarse de que le arrastra la pasión,
porque entre el insulto y la reparación háy siempre tiempo para reflexionar;
otra, pues, fríamente y con designios premeditado; todo está calculado y
estudiado para matar con más seguridad a su adversario. Es verdad que también
expone su vida, y esto es lo que rehabilita el duelo a los ojos del mundo,
porque se ve en ello un acto de valor y un desprecio de la propia vida, ¿pero
hay verdadero valor cuando está seguro de si mismo? El duelo, resto del tiempo
de la barbarie, en que el derecho del más fuerte era la ley, desaparecerá
cuando se haga más sana apreciación del verdadero punto de honor, a medida que
el hombre tenga una fe más viva en la vida futura. (San Agustín. Bordéaux,
1861).
16. Observación. Los duelos van siendo cada
día más raros, y si de tiempo en tiempo vemos aún dolorosos ejemplos, el número
no puede compararse con el de otros tiempos. Antiguamente un hombre no salía de
su casa sin prevenirse para un encuentro, y tomaba todas las precauciones en
consecuencia. Una señal característica de las costumbres del tiempo y de los
pueblos, es el uso de llevar habitualmente, ostensible u ocultamente, armas
ofensivas y defensivas; la abolición de este uso atestigna la suavidad de las
costumbres, y es curioso seguir la gradación desde la época en que los
caballeros no cabalgaban nunca sino cubiertos de hierro y armados de lanza,
hasta el uso de una simple espada, que vino a ser más bien un distintivo del
blasón que un arma agressiva. Otro rasgo de las costumbres es que en otro
tiempo los combates singulares tenían lugar en medio de la calle, ante la
multitud, que se separaba para dejar el campo libre, y que hoy se ocultan; en
en día, la muerte de un hombre es un acontecimiento que conmueve; antes no se
hacíá caso de ello. El Espiritismo barrerá esos últimos vestigios de la
barbarie inculcando a los hombres el espíritu de caridad y fraternidad.
Extraído del libro “El evangelio según el
espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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