Caridad para con los criminales
14. La verdadera caridad es una de las más
sublimes enseñanzas que Dios haya dado al mundo. Entre los verdaderos
discípulos de su doctrina, debe existir una fraternidad completa. Debeis amar a
los desgraciados y a los criminales, como a criaturas de Dios a las cuales se concederá
el perdón y la misericordia, si se arrepienten como a vosotros mismos, por las
faltas que cometéis contra su ley. Pensad que vosotros sois más reprensibles,
más culpables que aquellos a quienes rehusáis el perdón y la conmiseración,
porque muchas veces ellos no conocen a Dios como vosotros lo conocéis, y se les
harán menos cargos que a vosotros. No juzguéis, ¡oh!, no juzguéis queridos
amigos miós, porque el juicio que vosotros forméis os será aplicado aún con más
severidad, y tenéis necesidad de indulgencia por los pecados que cometéis sin
cesár. ¿No sabéis que hay muchas acciones que son crímenes a los ojos de Dios,
a los ojos del Dios de pureza, y que el mundo sólo considera como faltas
ligeras? La verdadera caridad no consiste solamente en la limosna que hacéis,
ni tampoco en las palabras de consuelo con que podéis acompañarla, no; no es
esto sólo lo que Dios exige de vosotros. La caridad sublime enseñada por Jesús
consiste también en la benevolencia concedida siempre y en todas las cosas a
vuestro prójimo. Podéis también ejercitar esa sublime virtud con muchos seres
que no tienen necesidad de limosnas y a quienes las palabras de amor, de
consuelo y de valor conducirán al Señor. Se acercan los tiempos, os repito, en
que la gran fraternidad reinará en este globo; la ley de Cristo es la que
regirá los hombres; ella sola será el freno y la esperanza, y conducirá a las
almas a la morada de los bienaventurados. Amáos, pues, como hijos de un mismo
padre; no hagáis diferencia entre los otros desgraciados, porque Dios es quien
quiere que todos sean iguales; no desprecíéis a nadie; Dios permite que estén
entre vosotros grandes criminales con el fin de que os sirvan de enseñanza. Muy
pronto, cuando los hombres sean conducidos a la práctica de las verdaderas leyes
de Dios, ya no habrá necesidad dé esas enseñanzas, "y todos los espíritus
impuros y rebeldes serán dispersados en mundos inferiores en armonia con sus
inclinaciones" Debéis a éstos de quienes hablo el socorro de vuestras
oraciones: es la verdadera caridad. No es necesario que digáis de un criminal:
"Es un miserable; es menester purgar la Tierra; la muerte que se le impone
es demasiado benigna para un ser de su especie". No, no es así como debéis
hablar. Contemplad a Jesús, vuestro modelo; ¿qué diría si viese junto a El a
ese desgraciado? Le compadecería; le consideraría como a un enfermo muy
desdichado, y le tendería la mano. Vosotros no podéis hacerlo en realidad, pero
al menos podéis rogar por él y asistir a su espíritu durante los pocos
instantes que debe pasar en la Tierra. El arrepentimiento puede conmover su
corazón, si rogáis con fe. Es vuestro prójimo, como el mejor de entre los
hombres; su alma descarriada y rebelde, es creada como la vuestra, para
perfeccionarse; ayudadle, pues, a salir del cenegal, y rogad por él. (Elisabeth
de Francia. Havre, 1862).
15. "Un hombre está en peligro de
muerte; para salvarle es menester exponer la propia vida; pero se sabe que ese
hombre es un malhechor, y que si se escapa, podrá cometer nuevos crímenes. Sin
embargo de esto, ¿debe uno exponerse para salvarle?" Esta es una cuestión
muy grave y que naturalmente se presenta a la inteligencia. Contestaré según mi
adelantamiento moral, puesto que estamos en el punto de saber si uno debe
exponer su vida aunque sea por un malvado. La abnegación es ciega: se socorre a
un enemigo: debe, pues, socorrerse a un enemigo de la sociedad, a un malhechor,
en una palabra. ¿Creéis que sólo se arrebata a la muerte a este desgraciado?
Quizá le arrancaréis a toda su vida pasada. Porque, acordáos de que en esos
rápidos instantes que le roban los últimos minutos de la vida, el hombre
perdido vuelve sobre su vida pasada, o más bien, esa vida se le presenta
delante. Quizá la muerte llegue demasiado pronto para él; la reencarnacíon
podrá ser terrible; ¡lanzáos, pues, hómbres! vosotros a quienes la ciencia
espiritista ha iluminado, lanzáos, arrancadle a su condenación, y acaso
entonces ese hombre que hubiera muerto blasfemando, se echará en vuestros
brazos. Con todo, no hay necesidad de pensar si lo hará o no; pero marchad a su
socorro, porque salvándole, obedecéis a la voz del corazón, que os dice:
"¡Puedes salvarle, sálvale!" (Lamennais. París, 1862).
Extraído del libro “El evangelio según el
espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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