El duelo
11. Sólo es grande aquel que, considerando
la vida como un viaje que debe conducirle a un fin, hace poco caso de las
asperezas del camino, y no se deja desviar un instante de la senda recta;
dirigiendo sin cesar la vista hacia el término de la carrera, poco importa que
los abrojos y las espinas del sendero amenacen arañar-le; le rozan sin
alcanzarle y no obstante, no deja de seguir su curso. Exponer su vida para
vengar una injuria, es retroceder ante las pruebas de la vida; es siempre un
crimen a los ojos de Dios, y si no fuéseis engañados, como lo sois, por
vuestras preocupaciones, sería una ridícula y suprema locura a los ojos de los
hombres.
En el homicidio por el duelo, hay crimen, y
vuestra legislación misma lo reconoce; nadie tiene derecho en ningún caso de
atentar a la vida de su semejante; crimen a los ojos de Dios, que os ha trazado
vuestra línea de conducta; en esto, más que en otra cosa, sois jueces en
vuestra causa propia. Acordáos que se os perdonará del mismo modo que vosotros
perdonareis; por el perdón os acercáis a la Divinidad; porque la clemencia es
hermana del poder. Mientras que una gota de sangre humana se derrame en la
tierra por la mano de los hombres, el verdadero reino de Dios aún no habrá
llegado, reino de paz y de amor que debe para siempre jamás desterrar de
vuestro globo la animosidad, la discordia y la guerra. Entonces la palabra
duelo ya no existirá en vuestro lenguaje, sino como un lejano y vago recuerdo
de un pasado que ya no existe; los hombres no conocerán entre ellos otro
antagonismo que la noble rivalidad del bien. (Adolfo, obispo de Argel.
Marmande, 1861).
12. Sin duda que el duelo puede, en ciertos
casos, ser una prueba de valor físico y del desprecio de la vida; pero
incontestablemente es prueba de una cobardía moral como el suicidio. El suicida
no tiene el valor de afrontar las vicisitudes de la vida, y el duelista no
tiene el de afrontar las ofensas. ¿No os ha dicho Cristo que hay más honor y
valor en presentar la mejilla izquierda al que ha herido la derecha, que en
vengarse de una injuria? ¿No dijo también a Pedro en el jardín de los Olivos:
"Vuelve tu espada en la vaina, porque el que matará por la espada
perecerá?" Con estas palabras ¿no ha condenado Jesús para siempre el
duelo? En efecto, hijos míos, ¿qué síguifíca ese valor nacido de un
temperamento violento, sanguinario y colérico, que ruge, a la primera ofensa?
¿En dónde está, pues, la grandeza de alma del que, a la menor injuria, quiere
lavarla con sangre? ¡Pero que tiemble! porque siempre en el fondo de su
conciencia oirá una voz que le dirá: ¡Caín, Caín! ¿qué has hecho de tu hermano?
Me ha sido preciso verter sangre para salvar mi honor, contestará; pero la voz
repetirá: ¡Tú has querido salvar ese honor ante los hombres por algunos
instantes que te restan de vida en la tierra, y no has pensado en salvarte ante
Dios! ¡Pobre loco! ¡Cuánta sangre, pues, no os pediría Cristo por todos los
ultrajes que recibió! No solamente lo habéis herido con espina y lanza, no sólo
lo habéis atado a un patíbulo infamante, sino que, aun en medio de su agonía,
pudo oir las burlas que se le prodigaban. ¿Qué reparación os ha pedido después
de tantos ultrajes? El último grito del Cordero fué una oración por sus
verdugos. ¡Oh! perdonad como El, y rogad por los que os ofenden. Amigos,
acordaos de este precepto: "A maos unos a otros", y entonces, al
golpe dado por el odio contestaréis con una sonrisa, y al ultraje, con el
perdón. Sin duda el mundo se alzará furioso y os tratará de cobardes; levantad
entonces lá cabeza bien alta, y mostrad que vuestra frente no temería tampoco
en cargarse de espinas, a ejemplo de Cristo, pero que vuestra mano no quiere
ser cómplice de un asesinato, que autoriza, digámoslo así, uná falsa honra que
no es otra cosa que orgullo y amor propio. ¿Dios, al crearnos, os dió el
derecho de vida y muerte a los unos sobre los otros? No, sólo ha dado ese
derecho a la naturaleza para reformarse y reconstruirse; pero a vosotros, ni
siquiera os ha dado el permiso de disponer de vosotros mismos. Como el suicída,
el duelista será marcado con sangre cuando comparezca ante Dios, y al uno y al
otro el soberano Juez prepara rudos y largos castigos. ¡Si amenazó con su
justicia al que dice a su hermano: Racca, cuanto más severa será la pena para
el que comparezca ante El con las manos teñidas en sangre de su hermano! (San
Agustín. París, 1862).
13. El duelo es, como lo que en otro tiempo
se llamaba juicio de Dios, una de esas instituciones bárbaras que rigen aun en
la sociedad. ¿Qué diríais vosotros, sin embargo, si viéseis sumergir a los dos
antagonistas en agua hirviendo o sometidos al contacto de un hierro candente,
para dirimir la querella y dar la razón al que resistiría mejor la prueba?
¿Calificaríais de insensatas esas costumbres? El duelo es aún peor que todo
esto. Para el duelista diestro es un asesinato cometido a sangre fría y con
toda la premeditación necesaria, porque está seguro del golpe que dirigirá;
para el adversario casi cierto de sucumbir en razón de su debilidad y de su
inexperiencia, es un suicidio cometido con la más fría reflexión. Ya sé que
muchas veces se procura evitar esta alternativa igualmente criminal,
sometiéndose a la suerte. ¿Pero entonces, no se vuelve, acaso, bajo otra forma,
"al juicio de Dios" de la Edad Media? Y aun en aquella época, era
mucho menos culpable; el nombre mismo de "juicio de Dios" indica una
fe sencilla, es verdad, pero en fin, una fe en la justicia de Dios, que no
podrá dejar sucumbir a un inocente; mientras que en el duelo, se somete a la
fuerza brutal, de tal modo, que muy a menudo el ofendido es el que sucumbe.
¡Oh, estúpido amor propio, tonta vanidad y loco orgullo! ¿Cuándo, pues, seréis
reemplazados por la caridad cristiana, el amor al prójirno y la humildad, cuyo
ejemplo y precepto dió Cristo? Sólo entonces desaparecerán esas monstruosas
preocupaciones que aun gobiernan a los hombres y que las leyes son impotentes
para reprimir; porque no basta prohibir el mal y prescribir el bien, es
menester que el principio del bien y del horror al mal estén en el corazón del
hombre. (Un espíritu protector. Bordeaux, 1861)
Extraído del libro “El evangelio según el
espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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