Dejad a los niños venir a mí
18. Cristo dijo: "Dejad a los niños venir a
mí" Estas palabras profundas, en su
sencillez, no se concretan al simple llamamiento de
los niños, si que también al de las
almas que gravitan en los mundos o estados inferiores
en donde la desgracia ignora la
esperanza. Jesús llamaba a El la infancia intelectual
de la criatura formada; a los débiles,
a los esclavos, a los viciosos; nada podía enseñar a
la infancia física, prisionera de la
materia, sometida al yugo del instinto y que no
pertenecía al orden superior de la razón y
de la voluntad que se ejercen alrededor de ella y por
ella.
Jesús quería que los hombres fuesen a El con la
confianza de aquellos pequeños
seres de vacilante paso, cuyo llamamiento le
conquistaba el corazón de todas las mujeres
que son madres: de este modo sometía las almas a su
tierna y misteriosa autoridad.
Fué la antorcha que despeja las tinieblas, el clarín
de la mañana que toca a
despertar; fué el iniciador del Espiritismo, que debe
a su vez llamar a él, no a los niños
sino a los hombres de buena voluntad. La acción
viril está subyugada; ya no se trata de creer
instintivamente, y obedecer maquinalmente;
es menester que el hombre siga la ley inteligente que
le revela su universalidad.
Pero, queridos mios, estamos ya en los tiempos en que
los errores explicados
serán verdades; nosotros os enseñaremos el sentido
exacto de las parábolas, la correlación
poderosa que une lo que fué y lo que es. En verdad os
digo, la manifestación
espiritista dilata el horizonte y aquí está su enviado
que va a resplandecer como el sol en
la cima de los montes. (Juan Evangelista.
París, 1863).
19. "Dejad venir a mí a los niños", porque
yo poseo la leche que fortifíca a los
débiles. Dejad venir a mí a aquéllos que temerosos y
débiles tienen necesidad de apoyo y
de consuelo. Dejad venir a mí a los ignorantes, para
que yo les ilustre; dejad venir a mí a
todos los que sufren, a la multitud de afligidos y
desgraciados, porque yo les enseñaré el
gran remedio para aliviar los males de la vida; yo les
daré el secreto para curar sus
heridas. ¿Cuál será, amigos mios, ese bálsamo soberano
que posee la virtud por
excelencia, ese bálsamo que se aplica a todas las
llagas del corazón y las cierra? ¿Es el
amor; es la caridad? Si tenéis ese fuego divino, ¿qué
temeréis? Diréis en todos los instantes
de vuestra vida: Padre mío, que se haga vuestra
voluntad y no la mía, y si os place
el probarme por el dolor y las tribulaciones, bendito
seáis, porque es por mi bien, yo lo
sé; que vuestra mano pese sobre mí. Si os conviene,
Señor, tened piedad de vuestra
frágil criatura; si dais a su corazón los goces
permitidos, bendito seáis también; pero
haced que el amor divino no duerma en nuestra alma,
sino que sin cesar haga subir a
vuestros pies la voz de su reconocimiento...
Si tenéis amor, tendréis todo lo que podáis desear en
vuestra tierra, poseeréis la
perla por excelencia, que ni los acontecimientos, ni
las fechorías de los que os aborrecen
y os persiguen podrán arrebataros. Si tenéis
amor, habréis colocado vuestros tesoros, en donde la
polilla y el orín no pueden
alcanzarlos, y veréis borrar-se insensiblemente de
vuestra alma todo lo que puede
manchar la pureza; sentiréis que el peso de la materia
se aligera de día en día, y,
semejante al pájaro que cruza los aires y no se
acuerda ya de la tierra, subiréis sin César,
subiréis siempre hasta que vuestra alma embriágada
pueda saturarse de su elemento de
vida en el seno del Señor. (Un Espíritu protector. Bordeaux, 1861)
Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec
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