Las Tres Revelaciones
Las tres revelaciones
Jesús Revelación significa literalmente salir debajo del
velo y, en sentido figurado, descubrir, hacer conocer una cosa secreta o
desconocida. En su acepción vulgar, más generalizada, se dice de toda cosa
ignorada que sale a la luz, de toda idea nueva que nos inicia en aquello que no
se conocía. El carácter esencial de toda revelación debe ser la verdad. Revelar
un secreto es dar a conocer un hecho; si se trata de algo falso, no es un
hecho, y por consiguiente no hay revelación. Toda revelación desmentida por los
hechos no es tal revelación; si es atribuida a Dios, que no puede mentir ni
equivocarse, entonces no puede emanar de Él; hay que considerarla como el
producto de una concepción humana.
En el sentido especial de la fe religiosa, la revelación
trata más particularmente cosas espirituales que el hombre no puede saber por
sí mismo, que no puede descubrir por medio de sus sentidos; el conocimiento le
es dado por Dios o por sus mensajeros, sea por medio de la palabra directa, sea
por la inspiración. La revelación siempre se hace a hombres privilegiados,
designados bajo el nombre de profetas o mesías, es decir, misioneros enviados
con la misión de transmitirla a los hombres.
Moisés, el legislador hebreo, encarna la primera revelación
divina. Reveló a los hombres el conocimiento de un Dios único, soberano, señor
y creador de todas las cosas. Promulgó la ley del Sinaí y lanzó los fundamentos
de la verdadera fe, trajo las nociones de Justicia, aunque de manera muy
primitiva. Con él tenemos el impacto de la fuerza y el temor para arrancar a
los hombres de la idolatría y la sumisión al paganismo.
Jesús encarna la segunda revelación divina. Cristo tomó de
la antigua ley lo que es eterno y divino y desechó lo que sólo era transitorio,
meramente disciplinario y de hechura humana y agregó la revelación de la vida
futura, aquella de la que Moisés no había hablado, la relacionada con las penas
y recompensas que esperan al hombre después de la muerte. Con Jesús cambia la
consideración a la Divinidad: ya no es más el Dios terrible, celoso y vengativo
de Moisés, sino un Dios clemente, soberanamente justo y bueno, lleno de
mansedumbre y de misericordia, que perdona al pecador arrepentido y da a cada
uno según sus obras. No es ya el Dios de un solo pueblo privilegiado, sino el
Padre común que extiende su protección a todos sus hijos. Así el amor a Dios y
la caridad al prójimo se constituyen en la condición expresa para la salvación:
«Amad a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a vosotros mismos; ahí
está toda la ley y todos los profetas, y no hay otra».
Sin embargo con Cristo no se acabó o completó toda la
revelación divina a los hombres. Él mismo nos dio conocimiento de ello cuando
expresó: «Muchas de las cosas que os digo no podéis comprenderlas aún y tengo
muchas otras para deciros que no las comprenderíais tampoco, por eso os hablo
por parábolas; pero más tarde os enviaré el Consolador, el Espíritu de Verdad
que restablecerá todas las cosas y os explicará todas las cosas». (Juan 14:
15-17 y 26; Mateo 17). ¿Quién habría de ser ese enviado? Al decir: «rogaré a mi
Padre y Él os enviará otro Consolador» Jesús indica claramente que no era él
mismo, pues hubiera dicho que volvería para completar su enseñanza. La
expresión de
Jesús «a fin de que permanezca eternamente con vosotros » y
«Él estará en vosotros» implica la imposibilidad de que esta expresión se
refiera a una individualidad encarnada porque no podría permanecer
eternamente con nosotros, menos aún
estar en nosotros. La cosa cambia si lo entendemos referido a una doctrina que,
una vez asimilada, podrá estar eternamente en nosotros.
El Consolador prometido por Jesús es el Espiritismo que, a
su vez, constituye la tercera revelación divina. No es, en absoluto, y al revés
de las anteriores revelaciones, una doctrina individual, una concepción humana
(nadie puede decirse su creador) ya que es el fruto de la enseñanza colectiva
de los espíritus presididos por el espíritu de la Verdad. La revelación
espírita tiene un origen divino, la iniciativa pertenece a los Espíritus
encargados por Dios para esclarecer a los hombres y su elaboración resulta del
trabajo del hombre. No es una doctrina dictada completa ni impuesta ciegamente:
es deducida por el trabajo del hombre. No suprime nada del Evangelio de Jesús,
lo completa y aclara con la ayuda de las nuevas leyes que revela, conjugadas
con las que la ciencia ya ha descubierto, conduce a la comprensión de lo que
era ininteligible y hace que se admita la posibilidad de aquello que la incredulidad
consideraba inadmisible. Ayuda a separar la alegoría de la realidad, así Cristo
aparece más grande: no es ya simplemente un filósofo, es un Mesías Divino. Si
las dos primeras revelaciones estuvieron personificadas (en Moisés y Jesús), la
tercera no está personificada en ningún individuo, es colectiva; característica
de gran importancia: no fue hecha como privilegio a ninguna persona, nadie
puede llamarse el profeta exclusivo, sino que lo fue simultáneamente sobre toda
la Tierra, a millones de personas de todas las edades y todas las condiciones
sociales, cumpliendo la predicción contenida en los Hechos de los Apóstoles
(Cap. 2: 17-18). No salió de ningún culto especial, a fin de servir, un día a
todos, de punto de reunión.
La doctrina de Moisés, incompleta, terminó circunscrita al
pueblo judío; la de Jesús, más completa, se extendió a toda la Tierra, aunque
no convirtió a todos; el espiritismo, más completo –restaurando el verdadero
cristianismo– convertirá a la humanidad (Véase la conclusión de El Libro de los
Espíritus, a cargo de S. Agustín). Lo que la enseñanza de los espíritus agrega
a la moral de Cristo es el conocimiento de los principios que unen a los vivos
con los muertos y completa los rasgos que Aquél había dado, acerca del alma, de
su pasado y su porvenir y prueba, además, que su doctrina se basa en las leyes
de la naturaleza. Con la ayuda del espiritismo y los espíritus, el hombre
comprende la solidaridad que entrelaza a los seres; conoce de dónde viene y
adónde va, por qué está en la Tierra, por qué sufre en ella, temporalmente, y
ve en todo la justicia de Dios. La caridad y la fraternidad se convierten en
necesidades sociales.
Se hace por convicción lo que antes se hacía sólo por deber
y, así, todo resulta mejor. Supone un recuerdo de los principios de la ley de
Dios y un consuelo por la fe razonada y la esperanza en un progreso que,
alcanzado a través de existencias sucesivas, permitirá al hombre obtener un
grado de perfección que puede acercarle a Dios. La muerte ya no tiene nada de
horroroso porque es para él la liberación, la puerta de la vida verdadera. Con
Moisés tenemos el impacto de la fuerza y el temor. Con Jesús el ejercicio de la
fe y del amor, para liberar al hombre del aguijón de los formalismos, de la
tradición, inspirándolo a la práctica de la fraternidad. Con los Espíritus se
concretiza el empleo de la Verdad que ilumina la fe por el raciocinio para que
el espíritu humano pueda amar comprendiendo su trascendencia.
El hombre ya no debe temer, ni apenas creer y amar, ahora
debe saber qué cree y por qué ama. El espiritismo posee, además un poder
moralizador incalculable en razón de la finalidad que asigna a todas las
acciones de la vida y de las consecuencias que nos demuestra respecto a la
práctica del bien. Asimismo nos brinda, en los momentos penosos, gracias a una
inalterable confianza en el futuro, fuerza moral, valor y consuelo. El poder
moralizador está, también, en la fe de saber que tenemos cerca de nosotros a
los seres que hemos amado, la seguridad de reencontrarlos y la posibilidad de
relacionarnos con ellos.
En resumen: la certeza de que todo lo que hemos hecho o
adquirido en inteligencia, conocimiento o moral, hasta el último día de
nuestras vidas, no se perderá, nos ayudará a progresar.
Belén Peytaví
Bibliografía:
Allan Kardec “La Génesis”
Revista “FEE”
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