Modo de orar
22. El primer deber de toda criatura humana, el, primer
acto que debe señalar para ella la vuelta a la vida activa de cada día, es la
oración. Casi todos vosotros rezais, pero ¡cuán pocos saben orar! ¡Qué importan
al Señor las frases que juntáis maquinalmente, porque tenéis esta costumbre,
que es un deber que llenais y que, como todo deber, os molesta! La oración del
cristiano, del espiritista, de cualquier culto que sea, debe ser hecha desde
que el espíritu ha vuelto a tomar el yugo de la carne; debe elevarse a los pies
de la majestad divina, con humildad, con profundidad, alentada por el reconocimiento
de todos los bienes recibidos hasta el día, y por la noche que se ha pasado,
durante la cual os ha sido permitido, aunque sin saberlo vosotros, volver al lado
de vuestros amigos, de vuestros guías, para que con su contacto os den más
fuerza y perseverancia. Debe elevarse humilde a los pies del Señor, para
recomendarle vuestra debilidad, pedirle su apoyo, su indulgencia y su
misericordia. Debe ser profunda, porque vuestra alma es la que debe elevarse
hacia el Criador, la que debe transfigurarse como Jesús en el monte Tabor, y
volverse blanca y radiante de esperanza y de amor. Vuestra oración debe
encerrar la súplica de las gracias que os sean necesarias, pero de una
necesidad real. Es, pues, inútil pedir al Señor que abrevie vuestras pruebas y
que os dé los goces y las riquezas; pedirle que os conceda los bienes más
preciosos de la paciencia, de la resignación y de la fe. No digais lo que
muchos de entre vosotros: "No vale la pena de orar, porque Dios no me
escucha". La mayor parte del tiempo ¿qué es lo que pedís a Dios? ¿Habéis
pensado muchas veces en pedirle vuestro mejoramiento moral? ¡Oh! no, muy pocas;
más bien pensais en pedirle el buen éxito de vuestras empresas terrestres, y
habéis exclamado: "Dios no se ocupa de nosotros; si se ocupara no habría
tantas injusticias". ¡Insensatos! ¡Ingratos! Si descendiéseis al fondo de
vuestra conciencia, casi siempre encontraríais en vosotros mismos el origen de
los males de que os quejais; pedid, pues, ante todo, vuestro mejoramiento y
veréis qué torrente de gracias y consuelos se esparcirá entre vosotros.
(Capítulo V, número 4). Debéis rogar sin cesar, sin que por esto os retiréis a
vuestro oratorio o que os pongais de rodillas en las plazas públicas. La
oración del día es el cumplimiento de vuestros deberes sin excepción,
cualquiera que sea su naturaleza. ¿No es un acto de amor hacia el Señor el que
asistais a vuestros hermanos en cualquier necesidad moral o física? ¿No es hacer
un acto de reconocimiento elevar vuestra alma hacía El cuando sois felices,
cuando se evita un percance, cuando una contrariedad pasa rozando con vosotros,
si decís con el pensamiento: "¡Bendito seais, Padre mío!". ¿No es un
acto de contrición el humillaros ante el Juez Supremo cuando sentís que habéis
fallado, aunque sólo sea de pensamiento, al decirle: "¡Perdonadme, Dios
mío, porque he pecado (por orgullo, por egoísmo o por falta de caridad); dadme
fuerza para que no falte más y el valor necesario para reparar la falta!".
Esto es independiente de las oraciones regulares de la mañana y de la noche, y
de los días que a ella consagréis; pero, como veis, la oración puede hacerse
siempre sin interrumpir en lo más mínimo vuestros trabajos; decid, por el
contrario, que los santifica. Y creed bien que uno solo de estos pensamientos,
saliendo del corazón, es más escuchado de vuestro padre celestial que largas
oraciones dichas por costumbre, a menudo sin causa determinada, y "a las
cuales conduce maquinalmente la hora convenida". (V. Monod. Burdeos,
1868).
Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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