PARÁBOLA DE LA
HIGUERA QUE SE SECÓ
“Al día
siguiente, al salir de Betania, Jesús sintió hambre y, viendo desde lejos una
higuera que tenía hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; pero al llegar
sólo encontró hojas, pues no era tiempo de higos. Entonces dijo a la higuera:
Nadie coma jamás fruto de ti. Y lo oyeron sus discípulos.” “Al atardecer, Jesús salió de la ciudad. Al pasar otra vez
por la mañana cerca de la higuera, la vieron seca de raíz. Pedro se acordó y
dijo a Jesús: ¡Maestro, mira!, la higuera que maldijiste se ha secado.”
(Marcos, XI,
12-14 – 19-21).
Antes de
estudiar este pasaje, se presenta ante nosotros una consideración. Esta higuera
¿no será la misma que le sirvió de comparación al Maestro para la exposición de
su Parábola, cap. XIII, 6 al 9 del Evangelio de Lucas? Creemos que sí, porque
si no, no habría motivo para tan concisa ejecución. Si la misma Parábola de la
Higuera Seca enseña la necesidad de cultivo, de concierto, de reparo, de
fertilización con abonos, ante toda y cualquier resolución decisiva, ¿cómo, de
momento, sin los requisitos preceptuados en esta enseñanza, Jesús decidió
fulminar el árbol que se hallaba bien frondoso, bien “copudo”? Para el lector, ignorante
del sentido espiritual de las Escrituras, se presenta otra dificultad con la
aparente contradicción entre la narración del texto de Marcos y la de Mateo, es
decir: “En el mismo instante se secó la higuera”. (Mateo, XXI, 18 al 22);
aquél: “Por la mañana, vieron que la higuera estaba seca hasta la raíz”.
Entretanto, esa contradicción es sólo aparente. Los antiguos, cuando se
expresaban sobre la duración de un hecho, de una cosa, de un fenómeno
cualquiera, no eran explícitos, como somos nosotros. Por ejemplo, la palabra
que traducimos por eternidad, quería decir un tiempo incalculable,
indeterminado, de larga duración. La Escritura habla de meses de treinta años
en lugar de
meses de
treinta días. Existe también la circunstancia de que la hora de los hebreos
abarcaba, cada una, tres de las nuestras. Para la expresión “en el mismo
instante”, aplicada al tiempo en que la higuera se secó, el período de cinco
horas cabe perfectamente, si comprendemos el modo enfático con que fue
pronunciada, porque un árbol, aunque se corte por la raíz, no se secará en ese
espacio de tiempo. Naturalmente no era la primera vez que Jesús y sus
discípulos veían aquella higuera. Por tres años consecutivos la vieron sin
frutos, e incluso después de ser abonada permaneció estéril. De lo que Jesús se
aprovechó para demostrar, a los que tenían que ser sus seguidores, el poder del
que se hallaba revestido y la gran sabiduría que lo orientaba. Recordemos
también algo interesante. Marcos dice que: “el árbol sólo tenía hojas, porque no
era tiempo de higos”. Ahora, esta higuera, forzosamente debía pertenecer al
número de aquellos árboles que dan fruto el año entero; tanto más que la
parábola habla de cultivo y de abono aplicados a la misma. Si consideramos el
clima de aquella región, veremos que es perfectamente admisible nuestra
hipótesis. La región fría está casi adscrita al Norte, en las montañas del
Líbano. A medida que se desciende hacia Efraín, Manases y Judá, la temperatura
sube, y aumenta aún más hacia Saron y en las costas del Mediterráneo, llegando
al grado tropical en el Valle del Jordán y en el Mar Muerto. Por esos lugares
es por donde se debería encontrar la higuera, por ser incluso el terreno más
fértil para plantaciones. La higuera, aparentemente,
estaría bien situada. ¿Por qué no daba frutos? Abonos no le faltaron, cuidados
no le fueron negados. ¿Por qué sería que sólo le vieron tronco, retoños y
hojas? Con seguridad, aquél lugar donde se hallaba la higuera era improductivo,
e improductivo hasta tal punto que ni los abonos vencían su esterilidad.
O entonces la
simiente estaba “seca, vacía”, o era de fondo estéril, haciéndose inútiles
todos los cuidados. Sea como fuere, la enseñanza de Jesús es muy significativa,
por haber escogido un árbol, a fin de grabar mejor en el ánimo de sus
discípulos la lección que les quería transmitir, así como a las generaciones
que deberían estudiar en los Evangelios la Verdad que orienta y salva. Es
instructivo porque, habiendo tomado el Maestro por punto de comparación una
higuera, dejó bien claro que la Ley de Dios, extendiéndose por toda la creación
y siendo eterna, irrevocable, tiene acción tanto sobre los árboles y los
animales, como sobre las criaturas humanas. Esa Ley, que rige en la higuera la
producción de los frutos, es la misma que rige en los hombres la producción de
las buenas obras. Un árbol sin frutos es un árbol inútil, estéril, que no
trabaja. Un alma sin virtudes es también semejante a la higuera, en la cual
Jesús no encuentra frutos. Existen, por tanto, frutos de árboles y frutos de
almas; frutos que alimentan cuerpos y frutos que alimentan espíritus; todos son
frutos indispensables para la vida, tanto los de los cuerpos, como los de las
almas. La higuera, por no tener frutos, secó, sin embargo, tenía buena raíz, un
tronco bien formado, retoños bien ramificados y una copa frondosa. Así también
es el espíritu, el hombre, la mujer, y hasta las criaturas sin buenos
sentimientos, sin virtudes divinas, sin acciones caritativas, generosas,
celestiales, aunque estén vestidos de seda, bordados de brillantes,
relumbrantes de oro, han de sufrir forzosamente las mismas consecuencias
ocurridas con la higuera que, por no dar frutos, se secó a la autoridad de la
Palabra de Jesús. De esta explicación resulta la necesidad de practicar siempre
buenas obras, y, en nuestros corazones, hacer provisión de las Enseñanzas
Celestiales, para que el Verbo de Dios se traduzca por generosas acciones.
Entretanto, la Palabra de Dios no es sólo moral,
es también sabiduría; y si analizamos por este lado el hecho de la higuera,
llegaremos a la conclusión de que la Palabra de Jesús no era simple palabra,
sino también acción. Jesús, durante su misión terrena, fue siempre acompañado
de una gran falange de Espíritus que ejecutaban sus órdenes. Cuando Jesús dijo
a la higuera: “nunca jamás coma alguien fruto de ti”, algunos de esos
Espíritus, con el poder del que disponían, hicieron que se secara la higuera,
así como nosotros lo haríamos quemando su tronco. El centurión, en cuya casa
Jesús curó, a distancia, a un siervo que estaba paralítico, comprendió bien el
poder de Jesús y por cierto sabía de los auxiliares que con Él actuaban, cuando
dijo: “Yo también tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: ve allí, y él va;
a otro: ven acá, y él viene; a mi criado: haz esto, y él lo hace.” Con eso, el
centurión había hecho ver a Jesús que conocía su poder, el ejército que lo
acompañaba y los criados listos para ejecutar sus órdenes.