El hombre de bien
3. El verdadero hombre de bien es el que practica la ley
de justicia, de amor y de caridad en su más grande pureza. Si pregunta a su
conciencia sobre sus propios actos, mira si ha violado esta ley; si no ha hecho
daño, si ha hecho todo el bien "que ha podido", si ha despreciado
voluntariamente alguna ocasión de ser útil, si alguien tiene quejas contra él;
en fin, si ha hecho a otro lo que hubiera querido que hicieran por él. Tiene fe
en Dios, en su voluntad, en su justicia y en su sabiduría; sabe que nada sucede
sin su permiso, y se somete en todas las cosas a su voluntad.
Tiene fe en el porvenir; por esto coloca los bienes
espirituales sobre los temporales. Sabe que todas las vicisitudes de la vida,
todos los dolores, todos los desengaños, son pruebas o expiaciones y las acepta
sin murmurar. El hombre penetrado del sentimiento de caridad y de amor al
prójimo hace bien por hacer bien, sin esperanza de recompensa; devuelve bien
por mal, toma la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre su interés
a la justicia. Encuentra su satisfacción en los beneficios que hace, en los
servicios que presta, en las felicidades que reparte, en las lágrimas que
enjuga y en los consuelos que da a los afligidos. Su primer impulso es pensar
en los otros antes que pensar en sí, buscar el interés de los otros antes que
el suyo propio. El egoísta, al contrario, calcula los provechos y las pérdidas
de toda acción generosa. Es bueno, humano y benévolo para con todo el mundo,
sin excepción "de razas ni de creencias", porque mira a todos los
hombres como hermanos. Respeta en los demás todas las convicciones sinceras, y
no anatematiza a los que no piensan como él. En todas las circunstancias la
caridad es su guía; dice que el que causa perjuicio a otro con palabras malévolas,
que hiere la susceptibilidad de otro por su orgullo y desdén, que no retrocede
ante la idea de causar una pena, una contrariedad, aun cuando sea ligera,
pudiendo evitarlo, falta al deber de amor al prójimo y no merece la clemencia
del Señor. No tiene odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús,
perdona y olvida las ofensas y sólo se acuerda de los beneficios; porque sabe
que él será perdonado, así como él mismo habrá perdonado. Es indulgente para
con las debididades de otro; porque sabe que él mismo necesita de indulgencia y
se acuerda de aquellas palabras de Cristo: "Que el que esté sin pecado
arroje la primera piedra".
No se complace en buscar los defectos de otro ni en
ponerlos en evidencia. Si la necesidad le obliga, busca siempre el bien que
puede atenuar el mal. Estudia sus propias imperfecciones y trabaja sin cesar
para combatirlas. Todos sus esfuerzos consisten en poder decir al día
siguiente, que hay en él alguna cosa mejor que en la víspera. Nunca procura
hacer valer su imaginación ni su talento a expensas de otro; por el contrario,
busca todas las ocasiones de hacer resaltar lo que es ventajoso para los demás.
No está envanecido por su fórtuna, ni por sus ventajas personales, porque sabe
que todo lo que se le ha dado, puede perderlo. Usa, pero no abusa de los bienes
concedidos, porque sabe que es un depósito del cual deberá dar cuenta y que el
empleo más perjudicial que pudiese hacer de ellos para sí mismo, es hacerlos
servir para satisfacción de sus pasiones. Si el orden social ha colocado a los
hombres bajo su dependencia, les trata con bondad y benevolencia, porque son
sus iguales delante de Dios; usa de su autoridad para moralizarles y no para
abrumarles por su orgullo, evitando lo que puede hacer más penosa su posición
subalterna. El subordinado, por su parte, comprende los deberes de su posición
y procura cumplirlos religiosamente. (Cap. XVII, nº 9). El hombre de bien, en
fin, respeta en su semejante todos los derechos que dan las leyes de la
naturaleza como quisiera que se respetaran en él. Esta no es la relación de
todas las cualidades que distinguen al hombre de bien; pero cualquiera que se
esfuerce en poseerlas, está en camino de poseer las demás.
Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec
Allan Kardec
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