Orgullo y humildad 2


Orgullo y humildad 2

 

12. Hombres, ¿por qué os quejáis de las calamidades que vosotros mismos

habéis amontonado sobre vuestras cabezas? Habéis desconocido la santa y divina moral

de Cristo; no os maravilléis, pues, que la copa de la iniquidad se haya desbordado por

todas partes.

El malestar se hace general, y ¿quién tiene la culpa sino vosotros mismos, que sin

cesar procuráis destruiros unos a otros? No podéis ser felices sin mutua benevolencia.

¿Y puede existir la benevolencia con el orgullo? El orgullo: he aquí el origen de todos

los males; trabajad para destruirlo, si no queréis ver cómo se perpetúan sus funestas

consecuencias. Un sólo medio se os ofrece para estó, pero es infalible; es el tomar por

regla invariable de vuestra conducta la ley de Cristo, ley que habéis rechazado o falseado

en su interpretación.

¿Por qué tenéis en tan gran estima lo que brilla y encanta a la vista, más bien que

lo que toca al corazon? ¿Por qué el vicio de la opulencia es el objeto de vuestras

adulaciones, cuando sólo tenéis una mirada de desdén por el verdadero mérito en la

obscuridad?

Cuando un rico pervertido, perdido de cuerpo y alma, se presenta en alguna parte, se le

abren todas las puertas, todas las consideraciones son para él, mientras que se desdeña

conceder un saludo de protección al hombre de bien que vive de su trabajo. Cuando la

consideración que se concede a las personas se estima por el peso del oro que poseen o

por el nombre que llevan, ¿qué interés puede tenerse en corregirse de sus defectos?

De otro modo sucedería si el vicio dorado fuese castigado por la opinión como

lo es el vicio andrajoso: pero el orgullo es indulgente para todo lo que le adula. Siglo de

codicia y de dinero, decís; sin duda que lo es, pero, ¿por qué habéis dejado que las

necesidades materiales tomasen imperio sobre el buen sentido y la razón? ¿Por qué

quiere cada cual sobreponerse a su hermano? Por eso la sociedad sufre hoy las

consecuencias de todo esto.

No olvídéis que tal estado de cosas es siempre una señal de decadencia moral.

Cuando el orgullo llega a los últimos límites, es indicio de una caída próxima porque

Dios hiere siempre a los soberbios. Si algunas veces les deja suibir, es para darles lugar a

reflexionar y enmendarse bajo los golpes que de tiempo en tiempo se dirigen a su

orgullo para avisarles; pero en vez de humillarse, se rebelan, y entonces, cuando está

llena la medida, les abate en seguida y su caída es tanto más terrible cuanto más alto han

subido. ¡Pobre raza humana, cuyo egoísmo ha corrompido todos los senderos!,

reanímate, sin embargo; Dios, en su misericordia infinita, envía un poderoso remedio a

tus males, un socorro inesperado a tu necesidad. Abre los ojos a la luz; he aquí que las

almas de los que no existen vienen a recordarte tus verdaderos deberes; ellas te dirán,

con la autoridad de la experiencia, cuán poca cosa son las vanidades y las grandezas de

vuestra pasajera existencia con respecto a la eternidad; te dirán que el más grande será el

que fué más humilde entre los pequeños de la tierra; que el que ha amado más a sus hermanos es también el que será más

amado en el cielo; que los poderosos de la tierra si abusaron de su autoridad, serán

obligados a obedecer a sus servidores; que la caridad y la humildad, en fin, esas dos

hermanas que se dan la mano, son los titulos más eficaces para obtener gracia ante el

Eterno. (Adolfo, obispo de Argel. Marmande, 1862).

Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec

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