Misterios ocultos a los sabios y a los entendidos
7. En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Doy
gloria a Tí, Padre, Señor
del cielo y de la tierra, porque escondiste estas
cosas a los sabios y entendidos y las
has descubierto a los párvulos. (San Mateo, cap. XI,
v. 25).
8. Puede parecer singular el que Jesús dé gracias a
Dios por haber querido
revelar estas cosas "a los sencillos y a los
pequeños", que son los pobres de espíritu, y
haberlas ocultado a "los sabios y
entendidos", más aptos en apariencia para
comprenderlas. Se ha de entender por los primeros a
los "humildes" que se humillan ante
Dios y no se creen superiores a todo el mundo, y por
los segundos, a los "orgullosos"
envanecidos con su ciencia mundana que se creen
prudentes porque niegan y tratan a
Dios de igual a igual cuando no lo desconocen; -
porque en la antigüedad, "entendido"
era sinónimo de sabio -; por esto Dios le ha dejado
buscar los secretos de la tierra, y
revela los del Cielo a los sencillos y a los humildes
que se inclinan ante El.
9. Lo mismo sucede hoy con las grandes verdades
reveladas por el Espiritismo.
Ciertos incrédulos se admiran de que los espíritus
hagan tan pocos esfuerzos para
convencerles; y es que éstos se ocupan de aquellos que
buscan la luz de buena fe, y con
humildad, con preferencia a aquellos que creen poseer
toda la luz y que piensan, al
parecer, que Dios debería tenerse por feliz si pudiese
conducirles a El, probándoles que
existe. El poder de Dios se ve tanto en las cosas más
pequeñas como en las más
grandes: no pone la luz debajo del celemín, puesto que
la esparce a torrentes por todas
partes: ciegos son, pues, los que no la ven.
"Dios no quiere abrirles los ojos a la fuerza,
puesto que les gusta tenerlos cerrados". Ya les
vendrá su hora, pero antes, es menester
que sientan las angustias de las tinieblas y
"reconozcan a Dios y no a la casualidad en la
mano que hiere su orgullo". Emplea
para vencer la incredulidad los medios que le
convienen, según los individuos; no hay
necesidad de que la incredulidad le prescriba lo que
debe hacer y decirle: si quieres
convencerme, es preciso que lo hagas de éste o del
otro modo, en tal momento más bien
que en tal otro, porque éste me conviene más. Que no
se maravillen, pues, los
incrédulos, si Dios y los espíritus que son los
agentes de su voluntad, no se someten a
sus exigencias. Que se pregunten qué es lo que dirían
si el último de sus servidores
quisiera imponérseles. Dios impone sus condiciones y
no las recibe; escucha con bondad
a los que se dirigen a El con humildad, y no a los que
creen ser más que El.
10. Se dirá ¿No podría Dios advertirles personalmente
con señales palpables,
ante las cuales el incrédulo más endurecido habría de
inclinarse? Sin duda que lo podría,
pero entonces, ¿dónde estaría el mérito, y por otra
parte, para qué serviría esto? ¿No
vemos todos los días quien se niega a la evidencia,
diciendo: si viese, no creería, porque
yo "sé" que eso es imposible? Si se niegan a
conocer la verdad, es porque su espíritu no
está aún en disposición de comprenderla, ni su corazón
para sentirla. "El orgullo es la
catarata que obscurece su vista"; ¿para qué sirve
presentar la luz a un ciego? Es, puesto,
preciso, primero, curar la causa del mal; por esto,
como un médico hábil, castiga
primero el orgullo. No abandona a sus hijos
extraviados, porque sabe que tarde o
temprano se abrirán sus ojos; pero quiere que sea por
su propia voluntad, y después de
vencidos por los tormentos de la incredulidad, se
echarán ellos mismos en sus brazos y,
como el hijo pródigo, le pedirán gracia.
Extraído del libro “El evangelio según el espiritismo”
Allan Kardec
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