“Entonces los llevó hasta Betania. Levantó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y subió al Cielo. Ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén llenos de alegría. Estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios.”
(Lucas, XXIV. 50-53).
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente un ruido del Cielo, como de viento impetuoso, llenó toda la casa donde estaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse.” (Quiera el lector tener la bondad de consultar el Nuevo Testamento y leer todo el capítulo, que dejamos de transcribir debido a su extensión).
(Hechos de los Apóstoles, II).
Habiendo llevado Jesús a sus discípulos hasta Betania, los bendijo y se separó de ellos. Narra el Evangelista Lucas que, después de haber presentado los Apóstoles al Divino Nazareno el culto de gratitud por el mucho amor que el Maestro les dedicó, volvieron a Jerusalén, llenos de alegría y constantemente se hallaban en el templo alabando y bendiciendo a Dios. Los discípulos del Redivivo se preparaban para recibir el Poder de lo Alto, Poder que les había sido prometido, para el desempaño de su misión. De modo que, concentrados por el espíritu de oración y meditación en las cosas divinas, se volvieron aptos para asimilar el Espíritu en sus más portentosas manifestaciones. Se cumplió el día de Pentecostés – todos estaban reunidos, cuando, de repente, vino del Cielo un ruido, como de viento impetuoso y llenó toda la casa en donde se hallaban. Se les aparecieron como lenguas de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar lenguas extrañas, según el Espíritu Santo les movía a expresarse. En Jerusalén habitaban judíos y varones religiosos de todas las naciones. Al oír el ruido, la multitud se reunió y quedó estupefacta, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Fuera de sí todos por aquella maravilla, decían: “¿No son galileos todos los que están hablando? Pues, ¿cómo los oímos cada uno en nuestra propia lengua?” El don de las lenguas, el don de curar, el don de las maravillas, el don de la ciencia, todos los dones habían sido concedidos a los continuadores de la Misión de Jesús; ellos eran los intermediarios (médiums) de los Espíritus santificados, para que la Doctrina fuese transmitida a todos. La sesión realizada en el Cenáculo fue asistida por partos, medos, elamitas, habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, el Ponto y el Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de Libia y de Cirene, forasteros romanos, tanto judíos como cretenses, árabes; todos oyeron y observaron las maravillas de lo Invisible. Pero una asamblea pública compuesta por hombres de diferentes condiciones y moralidad, no puede tener una opinión unánime. De ahí el hecho de que unos atribuían los fenómenos a la embriaguez de los apóstoles; otros no tomaban en serio los hechos y se burlaban. Entonces el Apóstol Pedro, se levantó y esclareció: “Estos hombres no están borrachos, pero se está cumpliendo lo que fue dicho por Joel: En los últimos días, dice el Señor, derramaré mi Espíritu sobre todos los hombres, vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes tendrán visiones, y vuestros ancianos sueños.” “Arrepentíos y cada uno de vosotros sea bautizado (con el bautismo del Espíritu) y recibiréis el don del Espíritu Santo, porque
la promesa os pertenece, a vuestros hijos y a todos los que están lejos, y a tantos como Dios, nuestro Señor, llame.” Y así se realizó, bajo la suprema dirección de Jesús, la sesión para el desarrollo de los médiums, que deberían transmitir a sus hermanos de la Tierra, la Palabra del Cielo. Pentecostés fue la palabra que escogieron para explicar tan notable acontecimiento. Deriva del griego Pentekosté y significa “quincuagésimo”, es decir, 50 días. La Historia nos habla de dos Pentecostés: Pentecostés de los judíos y Pentecostés de los cristianos: el primero es una glorificación del Antiguo Testamento, el segundo del Nuevo Testamento. La fiesta judaica de Pentecostés se celebraba para recordar el día en que Moisés recibió las Tablas de la Ley, los mandamientos del Sinaí. La recepción del Decálogo se efectuó justamente cincuenta días después que los israelitas comieron el Cordero Pascual, ya liberados de la esclavitud de Egipto. La fiesta cristiana de Pentecostés se celebra cincuenta días después de la Resurrección de Jesucristo. ¡Qué coincidente relación parece existir entre una y otra fiesta! Los judíos celebraban su liberación del yugo del Faraón y de los egipcios; los cristianos celebraban su liberación del yugo de las tinieblas de la muerte por las apariciones de Jesucristo y el concurso de sus delegados del Mundo Espiritual. Además de eso, se observa otra cosa admirable entre el Pentecostés cristiano y el del Antiguo Testamento; uno y otro celebran la promulgación de la Ley Divina; cincuenta días después de la maravillosa libertad del pueblo judío, Dios da Su Ley a Moisés, en el Monte sinaí; y cincuenta días después de la más poderosa prueba de Vida Eterna, que el mayor de todos los Espíritus da a la Humanidad para su liberación de las cadenas de la muerte, desciende el Espíritu Santo sobre los discípulos del Nazareno, y, sobre la Piedra Fundamental de la Revelación, levanta la Iglesia Viva que debería transmitir a la Tierra las enseñanzas del Cielo.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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