“Os he dicho estas cosas estando con vosotros; pero el defensor, el Espíritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho.”
(Juan, XIV, 25-26).
La Religión de Jesús es la eterna Religión de la Luz y de la Verdad. Ella no se limita a la práctica de simples virtudes, tal como los hombres creen. Abarcando los amplios horizontes de la Vida Espiritual, nos enseña los medios indispensables para adquirir la Inmortalidad. La Religión de Jesús no desaparece en la tumba, sino que se eleva como un Sol majestuoso más allá del sepulcro; donde todo parece sumergirse en tinieblas, en la nada, la Verdad y la Vida se manifiesta con todo su fulgor. ¡La Religión de Jesús no es la Religión de la Cruz, sino la Religión de la Luz! ¡No es la Religión de la Muerte, sino la de la Vida! ¡No es la Religión de la Desesperanza, sino la de la Esperanza! ¡No es la Religión de la Venganza, sino la de la Caridad! ¡No es la Religión de los Sufrimientos, sino la de la Felicidad! La muerte, la desesperación, el martirio, los sufrimientos, son oriundos de las religiones humanas, así como la Cruz es el instrumento de suplicio inventado por los verdugos de la vieja Babilonia, de la Roma Primitiva, cuyos señores masacraban cuerpos y almas, infringiendo los preceptos del Decálogo. La Religión de Jesús no es la Religión de la Fuerza, sino la Religión del Derecho. Cuando las multitudes absortas se acercaban al Maestro querido, para oír sus prédicas investidas de Fe, perfumadas de Caridad y resplandecientes de Esperanza, nunca el Joven Nazareno
les hizo señales con una cruz; nunca pretendió poner sobre los hombros de sus infelices hermanos el peso del madero infamante. Por el contrario, los atraía con su mirada piadosa, con sus exhortaciones sublimes y con sus amorosos consejos; para todos tenía palabras de perdón, de afecto y de consuelo. A los afligidos y desanimados les decía: “Venid a mí, vosotros que estáis sobrecargados; aprended de mí, que soy humilde y manso de corazón; llevad sobre vosotros mi yugo, que es suave, mi carga, que es ligera, y tendréis descanso para vuestras almas.” La gran misión de Jesús fue destruir todas las cruces que el mundo había levantado; arrasar todos los calvarios. Él fue el portador del bálsamo para todas las heridas, del consuelo para todas las aflicciones, de la luz para todas las tinieblas. Sólo aquél que tuvo la dicha de recorrer las páginas del Nuevo Testamento y acompañar los pasos de Jesús desde su nacimiento hasta su muerte y gloriosa resurrección, bien podrá valorar en qué consiste la Doctrina del Resucitado. Es admirable ver al Gran Evangelizador en medio de la plebe harapienta, repartiendo, con todos, los tesoros de su amor. Les hablaba la lengua del Cielo; los convidaba a la regeneración, a la perfección; les hacía percibir el futuro lleno de promesas saludables; los animaba a buscar las cosas de Dios; finalmente, procuraba grabar en aquellas almas, turbadas por el sufrimiento, el benévolo reflejo de la Vida Eterna, que Él tenía por misión ofrecer a todas las almas. Jesús no fui el emisario de la espada, el gladiador que lleva el luto y la muerte a la familia y a la sociedad; sino el Médico de las Almas, el Príncipe de la Paz, el Mensajero de la Concordia; el Gran Exponente de la Fraternidad y del Amor a Dios. A lo largo de los caminos pedregosos por donde pasó, por las ciudades y aldeas, el Maestro animaba a sus oyentes a ser buenos, les mostraba los tesoros del Cielo y a todos les garantizaba el auxilio de ese Dios Invisible, cuyo amparo se extiende a los pájaros del cielo y a los lirios de los campos.
Tras su admirable Sermón de la Montaña, y para demostrar la acción de sus palabras, cura a un leproso que, postrado a sus pies, lo adora, diciendo: “¡Señor, si quieres, puedes curarme!” En su viaje por Cafarnaum, un centurión se aproxima a él y le pide que cure a su criado: el ejército celestial se pone en movimiento y el enfermo se restablece. Llegando a la ciudad de Cafarnaum, entra en casa de Pedro y encuentra en la cama, presa de una fiebre maligna, a la suegra de este. Inmediatamente, a la imposición de sus manos compasivas, la pobre anciana se levanta. Acompañado de sus discípulos, en una barca en el Mar de Galilea, se desencadena una tempestad, el viento sopla fuerte y las olas se encrespan. Los discípulos, llenos de pavor, llaman al Maestro, y a una palabra suya los vientos cesan y el mar se calma. Cuando llegan a la otra orilla, él retira una legión de Espíritus malignos que obsesaban a un pobre hombre. Al salir nuevamente de la tierra de los gadarenos y de vuelta a Cafarnaum, unos hombres se aproximan al Nazareno y le llevan un paralítico que yacía en una camilla. El enfermo recibe el perdón de sus faltas y el hombre, curado, da gracias a Dios. Jairo, uno de los dirigentes de la sinagoga, sabiendo los grandes prodigios realizados por Jesús, corre a su encuentro y le pide que libere a su hija de la muerte. Mientras Jesús camina hacia la casa de Jairo, una mujer que sufría, hacía doce años, molestias incurables, le toca la túnica y sana. Llegando el Maestro a la casa del fariseo, libra a la jovencita de las garras de la muerte. Cuando Jesús sale de la casa de Jairo, dos ciegos corren tras el Maestro, clamando: “Hijo de David, ten misericordia de nosotros” Sus ojos se abren y ellos salen a divulgar, en Galilea, las grandes cosas que el Señor les hizo. En el mismo instante un grupo de hombres le traen al hijo de Dios un mudo endemoniado; Jesús expulsa al Espíritu maligno y el mudo recupera el habla. Y en proporción que las gracias eran dadas, la multitud crecía, porque en ellas crecía la Palabra de Dios; y Jesús andaba por todas partes anunciando a todos el Reino de Dios: contaba parábolas, hacía comparaciones y, bajo la forma de alegoría, propagaba en las almas la Voluntad Suprema para que todos, evitando obstáculos, pudiesen, con el auxilio divino, liberarse de los sufrimientos oprimentes por los que pasaban. Durante un largo período de tres años consecutivos, Jesús, todo dedicado a la gran misión que tan bien desempeñó, no perdió un solo momento para dejar bien clara su tarea liberadora. Gran Reformador Religioso, derogó todos los cultos, todos los ritos, todos los sacramentos de invención humana, que sólo han servido para dividir a la Humanidad, formar sectas, constituir partidos, en perjuicio de la unificación de los pueblos, de la fraternidad que él supo proclamar bien alto. Y fue por eso que fariseos y escribas, sacerdotes, doctores de la Ley y pontífices congregados en complot maléfico, hostigaron a la muchedumbre bestializada contra el Cariñoso Rabino, y, unidos a los Herodes, a los Caifases, a los Pilatos y Tartufos; unos por malevolencia sanguinaria, otros por ambición y orgullo, otros por avaricia, vil mercancía, cobardía y servilismo, llevaron al Afectuoso Evangelizador al Patíbulo infamante, torturándolo hasta la muerte. Pero el triunfo de la Verdad no se hizo esperar; cuando todos creían muerto al Redentor del Mundo, cuando creían haber extinguido su Doctrina de Amor, he aquí que la Piedra del Sepulcro, donde habían depositado el cuerpo de Mozo Galileo, estremece al toque de los luminosos Espíritus; la cavidad de la roca se muestra vacía; Jesús se aparece a María Magdalena, resuena por todas partes el eco de la Resurrección. Triunfante de las calumnias, de las injurias, de los tormentos, de los suplicios, de la muerte, el Hijo Amado de Dios recomienza sus valiosas lecciones, embalsamando a sus queridos discípulos con los efluvios de la Inmortalidad, únicos que nos garantizan Fe viva, Esperanza sincera y Caridad eterna. No valió la prevención de los sacerdotes, la orden de Pilatos; no valieron los sellos que lacraban el sepulcro ni los soldados que lo guardaban; en el amanecer del primer día de la semana todo fue derribado, y Cristo, resucitado, volvió a la arena mundial, victorioso en la lucha contra sus terribles verdugos. Y en su narrativa llena de sencillez, dice el Evangelio, por todos los Evangelistas, que Cristo Jesús apareció después de muerto, se comunicó con los once apóstoles, se apareció a los demás discípulos, y, después, a más de quinientas personas de las cercanías de Jerusalén; les explicó nuevamente las Escrituras, les repitió la Doctrina, que no puede quedar encerrada en una tumba, ni en una Iglesia; delante de ellos realizó fenómenos estupendos, como la Maravillosa Pesca, les anunció todas las cosas que debían suceder, les garantizó la venida del Consolador, les prometió, además de eso, su asistencia hasta la consumación de los siglos, no sólo a ellos, sino a todos los que siguiesen sus pasos y se elevó a las altas regiones del Espacio, desde donde velaría por nosotros. La Religión de Jesús no consiste en dogmas y promesas falaces; es la Religión de la Realidad. Religión sin manifestaciones y comunicaciones de los Espíritus, es la misma cosa que una ciudad sin habitantes o una casa sin moradores. La Religión consiste justamente en esa comunión de Espíritus, en ese auxilio recíproco, en ese afecto mutuo. ¿Por qué es Cristo nuestra esperanza y nuestra fe? ¿Por qué le dedicamos amor, respeto y veneración? ¿Por qué le confiamos nuestras aflicciones? ¿Por qué le hacemos oraciones? ¿Por qué le dedicamos admiración y le rendimos gracias? Porque sabemos que Él puede y viene a iluminarnos la vida, a fortalecernos la creencia, nos protege y nos ampara, nos auxilia y acaricia, como un padre dedicado proporcionaría la felicidad y el bienestar a sus hijos. Pues siendo Cristo las primicias del Espíritu, como lo afirma el Apóstol Pablo; estando nosotros seguros de que Él resucitó, apareció, se comunicó, ¿por qué no pueden hacer lo mismo aquellos Espíritus que fueron nuestros amigos y parientes, aquellos que vivían con nosotros, manteniendo mutuo cariño?
En la Epístola a los Corintios, el Apóstol de la Luz, dice: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó y es nula nuestra fe.” La resurrección de Cristo implica la resurrección de los muertos; y si fuese contraria a la Ley de Dios, la manifestación, la aparición, la comunicación de los muertos, Jesús hubiera infringido esa Ley; hubiera ido al encuentro de su primer mandamiento, que dice que tenemos la obligación de obedecer a nuestro Padre Celestial, a amarLo de todo nuestro corazón, entendimiento y alma y con todas nuestras fuerzas. Pero ya que Cristo se apareció y se comunicó, es una señal segura de que la Ley de Dios consiste en la comunicación de los Espíritus. ¿Jesús no invocó, en el Tabor, a los Espíritus de Moisés y Elías? Esta es la Religión de Jesús, pues se basa en hechos irrefutables; esta es la Religión de la Fraternidad, porque tiene por base el amor verdadero, que no termina en la tumba; seguir los pasos de Jesús es lo bastante para que seamos guiados por Él y venzamos también como Él venció, la muerte, como el triunfo de la Resurrección.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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