“Jesús contestó: ¿No tiene doce horas el día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz.”
(Juan, XI, 9-10).
Uno de los hechos significativos que se han observado en las religiones de los hombres, y muy especialmente en la Iglesia Romana, es el de la conversión del hereje cuando se le aproxima la muerte. Esos hechos son incluso comunes, sea porque el rebelde a la creencia, al aproximarse la hora fatal se agarra a todas las tablas que él cree que son de salvación y se declara convertido; sea porque, incluso contra la voluntad del delincuente, y cuando se trata de un personaje de renombre, la Iglesia lo convierte. El hecho es que escritores materialistas, librepensadores, que pasaron la vida entera negando los “santísimos sacramentos” de la Iglesia, y hasta vivieron en actitud hostil a los reverendísimos prelados, en la ante-visión de la muerte se aproximan, o se dice que se aproximan a la Religión de Roma, y, algunos, a la Religión Protestante. Parece una ley fatal, que en Psicología podría llamarse inversión de ideas, esa que separa a los sabios y pensadores personalistas de la Iglesia, e, in-extremis, los une de nuevo, tras el bautismo de la pila. El fenómeno, entretanto, es perfectamente explicable. El individuo que pertenecía a la Iglesia por herencia o donación, que le hicieron sus antepasados, llegando a la edad de la razón, no está conforme con los artículos de fe que le fueron impuestos; se considera, o lo consideran excomulgado, y en la expansión del genio, sea en el Arte, en la Ciencia o en la Filosofía, apunta con certeras flechas los dogmas sacerdotales. Y cuando el entusiasmo declina y desaparece, como una llama, por falta de combustible, vuelve a su punto de partida, inconsciente, como era antes cuando era dilecto hijo de la Iglesia. Entretanto, conviene no olvidar que ningún sabio, filósofo, artista o letrado, cuando en plena celebración de sus ideas geniales, tomó en serio el problema del ser y del destino, e incluso en sus palabras escritas y verbales, cuando alguien hacía referencia a la divinidad, no se mantenía a la altura de un verdadero hijo de Dios. Esta proposición es digna de anotar. Cada uno de ellos, destacándose lo más posible en su esfera de acción, creaba una religión personal que, forzosamente, tenía que ser absorbida por otra del mismo género, humana, que contase con mayor influencia, mayor número de individuos, como mantenedores materiales y morales de tal sistema. El número es siempre vencedor, la fuerza mayor vence a la menor; mientras la acción perdura, perdura la reacción, pero cuando aquella declina, esta vence; y así la religión del número ha vencido. El poeta en la expansión de su entusiasmo, el músico y el pintor absorbidos por la melodía de sonidos y la armonía de los colores, el filósofo absorto con la ética de los individuos, el sabio fascinado por las maravillas de la creación, el letrado extasiado con las letras, encerrado en las bibliotecas, cada cual compenetrado de las funciones que exalta su personalidad, se olvidan de los deberes espirituales para consigo, para con su semejante y para con Dios. Entonces cada uno crea su dios, a quien levanta altares, donde ellos mismos son alabados como creadores, en detrimento del Creador. Cuando llega el momento de la desilusión, en que la musa se desvanece, los oídos se cierran, la vista se oscurece, la razón se adormece, la Ciencia se degenera y la sabiduría no corresponde a las exigencias del alma, desaparece el dios que crearon, se derrumban los altares, y ellos, retrocediendo a la creencia hereditaria, llaman a las puertas de las Iglesias, que se honran en tener como hijos, aunque estén muertos, a tan grandes personalidades. No es el alma, en busca de la salvación, la que a la Iglesia causa regocijo, sino la honra del nombre del muerto, la que le satisface el orgullo. La vejez es como la infancia: se entrega inconscientemente, forzada por las circunstancias, como el recién nacido al bautismo sectario. En la víspera de la muerte física, como en el comienzo de la vida terrena, el hombre, que no descubrió los horizontes del alma, de la Inmortalidad, no indagó los arcanos celestes, las magnificencias de Dios, es siempre el mismo: infantil en su nacimiento, infantil en su decrepitud. “Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque le falta la luz.” No es el Arte, la Poesía, la Ciencia, la Filosofía, la elocuencia, la sabiduría terrena lo que dan la luz espiritual; no son los títulos honoríficos, brillantes y solemnes los que abren los ojos del alma; no es el agua, ni la sal, el óleo y media docena de palabras en lengua muerta, sino el estudio imparcial de la religión, estudio exento de preconceptos y de personalismo; es el estudio humilde con el propósito de conocer la verdad para abrazarla, es la sumisión a los designios de Dios, Causa Primera de todo cuanto existe. La ley fatal del libre albedrío, del estudio, del trabajo, del libre-examen y sobre todo de la vivencia cristiana obliga a grandes y pequeños, a sabios e ignorantes. ¿No tiene doce horas el día? Pues, estudia, trabaja, examina e investiga mientras te favorece la razón, para que, cuando te falten las fuerzas y la muerte se acerque a ti, no te atemorice ni te trague en las tinieblas.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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