De hecho, de acuerdo con las enseñanzas de Cristo, iluminadas por el Espiritismo, los hijos no pueden pagar por los pecados de los padres, pero los pecados de los padres pueden llegar al auge de cegar a los hijos. He aquí la interpretación de la creencia de los apóstoles, que Jesús no quiso destruir: Si los padres roban, los hijos no son responsables del robo; si ellos matan, los hijos no son responsables de la muerte; si ellos mienten, calumnian, difaman, los hijos no tienen que responder por la mentira, por la calumnia, por la difamación; pero si los padres educan a los hijos en esas pasiones, en esos vicios, esos defectos de los padres se reflejan en los hijos y los hijos pagan las consecuencias funestas de esa mala educación; de la misma forma, los padres tienen que presentar severas cuentas a Dios por las faltas que sus hijos practicaran, ya que ellas son causadas por la educación que recibieron en el hogar. De modo que, sea hablando moralmente, sea hablando espiritualmente, los padres son condenados por las faltas de los hijos, y los hijos son condenados por las faltas de los padres. Se cuenta la historia de una mujer que nunca supo dar educación al hijo y que, volviéndose este un ladrón y un asesino, fue condenado a la horca. Solicitado, como era costumbre en otros tiempos, hacer la última petición, dijo tener el deseo de besar a su madre antes de morir. Le fue concedido permiso y para tal fin le hicieron a la vieja subir los escalones de la horca, donde se hallaba el hijo listo para ser ejecutado. Él abrazó a su madre, y, llegando su rostro al de ella, con los dientes le arrancó un pedazo de carne de la cara, y dijo: “Tú eres culpable de mi suplicio; él es el resultado de la educación que me diste.” He ahí un hecho que resume millares de otros hechos que se llevan a cabo en el mundo: de hijos que sufren el pecado de los padres y padres que sufren el pecado de los hijos. Así como ocurre en el plano moral, también ocurre en el plano espiritual. ¿Habrá mal que más haya hecho sufrir a los hijos que la “religión” llamada “de nuestros padres?” ¿No es este el mayor de los pecados de los padres, por el cual pagan los hijos? ¿Qué les sucede a los hijos de los católicos y de los protestantes que heredan, como si la religión fuese dinero, casas o haciendas, la “religión de sus padres”? Nosotros, que hemos tenido la felicidad de estar en relación con el mundo espiritual y de conversar con los “muertos”, sabemos bien de cerca cuan grandes son los sufrimientos de los que se llevan para Más Allá de la Tumba esa herencia sin valor. Aunque los comunicantes no dejen de ser Espíritus de cierta categoría, pasan mucho tiempo en gran perturbación; caminan de un lado para otro sin encontrar el Cielo, el Infierno y el Purgatorio, que habían recibido por “herencia” de sus padres; y comienzan a verificar que los sacramentos que recibieron no les hizo ningún beneficio, y hasta despertar de esa terrible pesadilla, beben la hiel que les fue dada, en vez del agua pura de la Revelación Espiritual. Y el dolor por el que pasan también los padres, perturbados, al ver alucinados a sus hijos, hasta el punto de no conocerlos, ni querer oírlos, para iniciarse en la Vida Espiritual. Incluso excluyendo ese cuadro tan común, que se desarrolla en el otro plano de la Vida, ¿no será un sufrimiento atroz para un padre, pensar que su hijo fue para el “Infierno Eterno”, que le enseñaron que existía al otro lado de la tumba? O entonces ¿el hijo que ve morir a su padre o a su madre, cree a esos seres queridos condenados para siempre en el Reino de Plutón? He aquí cómo el padre paga por el hijo, y el hijo por el padre. Cuando Jesús dijo que: “quien amase a su padre, a su madre, a sus hermanos y a sus amigos, más que a Él no sería digno de Él”, quiso afirmar que el pecado de creencias falsas y preconceptos de los padres es tan venenoso, tan perjudicial, que llega a contaminar a los hijos, oscureciéndoles la visión de la Vida Espiritual. ¿De dónde vienen las guerras, el odio y las disensiones? ¿No será de las malas creencias de los padres, reflejándose en los hijos? Dice la sentencia popular: “tal padre, tal hijo”, haciendo alusión a esa herencia tan perjudicial que impide el progreso de la familia y de la sociedad.
*
Encontrando Jesús al “ciego de nacimiento”, vio que la ceguera era de nacimiento y no provenía de pecado de los padres, por eso decidió curar al ciego. Si la ceguera de ese ciego viniese del pecado de los padres, es muy posible que el Maestro no se lanzase a hacer tan dificultosa cura. ¡De cuántos ciegos espirituales está lleno el mundo, sin que el mismo Jesús actualmente los pueda curar! Y ¿eso por qué? Porque la ceguera proviene del pecado de los padres; la “religión engañosa” de los padres hizo leucoma en los ojos de los hijos, y como la vista es cosa delicada, ellos no permiten que se les quite la catarata.
La ceguera puede ser causada por el pecado de propio ciego.
¿Cómo analizar esta hipótesis sin admitir la Ley de la Reencarnación?
¿Cómo puede Dios crear un alma pecadora, y, por ser pecadora, condenarla a la ceguera? ¡Admitiendo una única existencia terrestre para cada individuo, no se explica por qué unos nacen ciegos, otros sordos, otros lisiados, otros idiotas, otros estúpidos; mientras otros son sabios e inteligentes! Las religiones dominantes no explican esas anormalidades. Encarándose la cuestión ante la Filosofía Espírita, aquello que parecía hipótesis, vivir muchas veces en la Tierra, se vuelve realidad. Se llega a la conclusión de que el Espíritu ya existía antes del nacimiento del cuerpo, y continúa existiendo después de la muerte del mismo cuerpo, y, por una serie de vidas sucesivas, se va perfeccionando, pasando por pruebas necesarias para su progreso y adquiriendo conocimientos indispensables para su evolución. El que es deformado hizo mal uso de sus miembros; el lisiado es el resultado del mal empleo que el Espíritu hizo de los órganos, cuando estuvo encarnado otra vez en la Tierra. La lengua le fue dada al hombre para hablar bien; si habla mal, estará desviando su itinerario y se paralizará un día, como la locomotora fuera de sus carriles. Los ojos son dos luminarias para guiar al cuerpo, como dice el Evangelio: si ellos no desempeñan esos menesteres, se oscurecen. Esto es lo que se llama “ceguera producida por el propio ciego”. Entretanto, este pecado es más fácil de extinguirse que el otro, esta ceguera es más fácil de ser curada que la otra, que resulta del pecado de los padres, porque cuando es el propio ciego el que peca, el pecador es uno sólo, pero cuando son los padres los que pecan, los pecadores son tres: el padre, la madre y el hijo; el padre porque enseñó, la madre porque confirmó, el hijo porque aceptó y refrendó el pecado, pasándolo a su descendencia. El Evangelio dice que Jesús curó a muchos ciegos por sus propios pecados, durante su peregrinación en la Tierra. Además de aquellos a quien les abrió los ojos ante los mensajeros de Juan Bautista y en otras ocasiones narradas por los Evangelistas, Mateo refiere que, después de la resurrección de la hija de Jairo, curó a dos que Lo seguían y clamaban: “Hijo de David, ten misericordia de nosotros”. Cuando Jesús pasaba por el Camino de Jericó, otros dos clamaron: “Hijo de David, ten misericordia de nosotros.” Y el Divino Maestro los hizo recuperar la vista. Pasemos a la tercera hipótesis:
La ceguera de nacimiento es gracia de Dios para que sus obras sean manifiestas.
Todas esas enfermedades incurables que Jesús curó, durante su pasaje por este mundo, son gracias de Dios; y los enfermos, lejos de ser pecadores y sufrir la consecuencia del pecado de sus padres, eran Espíritus misioneros, Enviados para que en ellos las obras de Dios fuesen manifiestas. Esto fue lo que Jesús quiso dar a entender, cuando curó al “ciego de nacimiento”, y dijo, en primer lugar, “que ni él ni sus padres pecaron, sino que eso sucedió para que las obras de Dios fuesen manifiestas”; y, en segundo lugar, cuando mandó al “ciego” lavarse en la piscina de Siloé. Siloé quiere decir Enviado, y mandando Jesús a lavarse al ciego en aquella piscina, quiso mostrar a sus discípulos y a los demás, que asistían a la cura, que aquél “ciego” era “Enviado”. Enviado para que las obras de Dios fuesen manifiestas públicamente por su intermedio. Pasemos ahora al ciego propiamente dicho.
Examen hecho en el ciego.
Jesús pasó, vio a un hombre ciego, vio que la causa de la ceguera no era pecado del ciego, ni de sus padres. Vio más, que la ceguera, en vez de ser tiniebla, era luz, y decidió curar al hombre, porque, curándolo, las obras de Dios serían manifiestas. *
Hacía muchos años que vivía el hombre que era ciego, y vivía andando por las calles porque era mendigo y pedía limosna. Todos los días encontraban los fariseos a ese hombre y nunca se interesaron de examinarlo, ni de intentar curarlo. Fue necesario que los vecinos del ciego lo llevasen a la sinagoga, a la iglesia, para ser examinado por los sacerdotes del farisaísmo que, a pesar de todos los testimonios de ceguera, no querían creer que el hombre hubiese sido ciego de nacimiento. Investigaron las pruebas, pero no creyeron en ellas; investigaron a los padres del ciego, y no creyeron en los padres del ciego; investigaron al ciego y no creyeron en el ciego; finalmente, por causa de todas las informaciones y afirmaciones, el ciego fue expulsado de la iglesia. Sabiéndolo Jesús, decidió dar una lección a los fariseos, pues era preciso hacer que la obra de Dios resplandeciese aún con más intensidad. Entonces, llamó al que era ciego y le preguntó: “¿Tú crees en el Hijo de Dios?” “¿Quién es el Señor?”, preguntó el ciego. “Soy yo, el que habla contigo”, respondió Jesús. El hombre que era ciego, dijo: “Creo Señor”, y se arrodilló ante él. Entonces, Jesús dijo abiertamente: Yo he venido a este mundo para que los que no ven vean, y los que ven se queden ciegos. Esta sentencia demuestra la justicia de los designios de Dios y su admirable sabiduría. El ciego que era pobre, que mendigaba, desprovisto de sabiduría, de alardes, expulsado de la iglesia, fue curado, vio a Jesús, afirmó su creencia en el Hijo de Dios y lo adoró. Los fariseos, que no eran ciegos, que no eran pobres, que no mendigaban, que estaban llenos de sabiduría terrena, que eran sacerdotes y estaban dentro de las iglesias, vieron a Jesús, pero no creyeron en Jesús, no lo recibieron y hasta lo persiguieron y crucificaron. ¡Qué triste contraste hay entre los fariseos y el ciego! ¿Y por qué es así? Porque el ciego fue ciego por amor a la gloria de Dios, para que la gloria de Dios fuese manifiesta; mientras que los fariseos se hicieron videntes por odio a la gloria de Dios, para que la gloria de Dios no fuese manifiesta. ¡El que no veía comenzó a ver, y los que pensaban ver se volvieron ciegos! Ciegos, completamente ciegos; ciegos de la peor especie de ceguera: la ceguera espiritual, enfermedad que permanece en la Vida Eterna. Tan ciegos eran los fariseos, y tanto más ciegos se volvieron, que llegaron hasta no conocerse más e incluso no saber que eran ciegos. Tal fue la confusión en la que se hallaban que preguntaron a Jesús: “¿Nosotros también somos ciegos?” Y Jesús les respondió, haciendo alusión al ciego de nacimiento al que había curado, porque no tenía pecado y por ser necesaria la manifestación de las obras de Dios: “Si fueseis ciegos no tendríais pecado alguno, pero vuestro pecado permanece, porque vosotros decís: Nosotros vemos”. Pero, ¿qué veían los fariseos? Veían el mundo, veían las calles, veían las casas, veían las cosas de la Tierra, veían el dinero. (*) Pero, ¿será esto, verdaderamente, ver? Si es así, cualquier asno también ve. El asno también ve las calles, las casas y los carros. Los fariseos veían como ven los asnos, pero no veían como ven aquellos que quieren ver manifiestas las obras de Dios. En verdad, ellos no vieron a Jesús, no vieron la cura del ciego, no vieron al ciego, no vieron las obras de Dios que fueron manifiestas a todos. Entretanto, el ciego fue curado ante ellos, Jesús estaban frente a ellos, y las obras de Dios fueron manifiestas ante sus ojos. Las gracias de Dios son luces que nos iluminan el camino de la Vida, que nos muestran las obras divinas, desvendándonos el reino de la felicidad inmortal. Quien ama a Dios y procura acercarse a sus obras, si está ciego, ve; si está sordo, oye; si está mudo, habla; porque las obras de Dios fortalecen nuestros sentidos para extasiarnos con sus maravillas.
(*) Veían la Ley, y dice Pablo: “Es evidente que por la Ley nadie será justificado ante Dios, porque el justo vivirá de la fe.” (Gálatas, IV, 11).
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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