El Espiritismo entre los druidas


 

El Espiritismo entre los druidas

Con el título: Le Vieux-Neuf (Lo Viejo Nuevo), el Sr. Édouard Fournier ha publicado en Le Siècle (El Siglo) –hace unos diez años– una serie de artículos tan notables desde el punto de vista de la erudición, que interesan bajo el aspecto histórico. 
Al pasar revista a todos los inventos y descubrimientos modernos, el autor prueba que si nuestro siglo tiene el mérito de la aplicación y del desarrollo, no tiene –al menos para la mayoría– el de la prioridad. En la época en que el Sr. Édouard Fournier escribía estos cultos folletines, aún no era planteada la cuestión de los Espíritus, sin la que no hubiera dejado de mostrarnos que todo lo que sucede no es más que una repetición de lo que los Antiguos sabían tan bien y quizás mejor que nosotros. 
Por nuestra parte lo lamentamos, porque sus profundas investigaciones le hubiesen permitido sondar la antigüedad mística, como ha sondado la antigüedad industrial; formulamos votos para que un día él dirija hacia ese lado sus laboriosas investigaciones. 
En cuanto a nosotros, nuestras observaciones personales no nos dejan ninguna duda sobre la antigüedad y la universalidad de la Doctrina que nos enseñan los Espíritus. Esta coincidencia entre lo que ellos nos dicen hoy y las creencias de los tiempos más remotos son un hecho significativo de un alto alcance. Entretanto, haremos notar que si encontramos por todas partes los vestigios de la Doctrina Espírita, en ninguna parte la vemos completa: parece haber sido reservado a nuestra época coordinar esos fragmentos esparcidos entre todos los pueblos, para llegar a la unidad de principios por medio de un conjunto más completo y sobre todo más general de manifestaciones, que parecen dar razón al autor del artículo anterior sobre el período psicológico en que la Humanidad parece entrar.

Casi por todas partes la ignorancia y los prejuicios han desfigurado esta doctrina, cuyos principios fundamentales son mezclados con las prácticas supersticiosas de todos los tiempos, explotadas para sofocar la razón. Pero bajo este montón de absurdos germinan las ideas más sublimes, como preciosas semillas escondidas bajo las malezas, sólo esperando la luz vivificante del Sol para emprender su vuelo. Más universalmente esclarecida, nuestra generación aparta las malezas, pero tal roturación no puede cumplirse sin transición. Por lo tanto, dejemos a las buenas semillas el tiempo para desarrollarse y a las hierbas malas el de desaparecer. 
La doctrina druídica nos ofrece un curioso ejemplo de lo que acabamos de decir. Esta doctrina, de la que apenas se conocen sus prácticas externas, en ciertos aspectos se elevaba hasta las más sublimes verdades; pero estas verdades eran solamente para los iniciados: el vulgo, aterrorizado por los sangrientos sacrificios, recogía con un santo respeto el muérdago sagrado del roble y sólo veía lo fantasmagórico. 
Se podrá juzgar eso por la siguiente cita extraída de un documento tan precioso como poco conocido, y que derrama una luz enteramente nueva sobre la verdadera teología de nuestros antepasados.

«Entregamos a la reflexión de nuestros lectores un texto céltico  publicado hace poco y cuya aparición ha causado una cierta emoción en el mundo cultural. Es imposible saber exactamente quién ha sido el autor, ni tampoco a qué siglo se remonta. Pero lo que es indiscutible es que pertenece a la tradición de los bardos  del País de Gales, y este origen es suficiente para conferirle un valor de primer orden.

«En efecto, se sabe que el País de Gales forma todavía en nuestros días el refugio más fiel de la nacionalidad gala que, entre nosotros, ha sufrido modificaciones tan profundas. Apenas rozado por la dominación romana, estuvo allí por poco tiempo y débilmente; preservado de la invasión de los bárbaros por la energía de sus habitantes y por las dificultades de su territorio, y sometido más tarde por la dinastía normanda que debió dejarle, sin embargo, un cierto grado de independencia, el nombre de Gales, Gallia, que siempre ha llevado, es un rasgo distintivo por el cual se vincula al período antiguo, sin discontinuidad. 
La lengua kímrica –hablada en otros tiempos en toda la parte septentrional de la Galia– nunca ha dejado de estar en uso en aquel lugar, y muchas de las costumbres son allí igualmente galas. De todas las influencias extranjeras, la del Cristianismo ha sido la única que hubo encontrado un medio de triunfar allí plenamente; pero esto no ha ocurrido sin haber pasado por grandes dificultades relacionadas con la supremacía de la Iglesia romana, cuya reforma del siglo XVI no ha hecho más que determinar la caída desde largo tiempo preparada en esas regiones llenas de un sentimiento indefectible de independencia.

«Se puede incluso decir que los druidas, al convertirse enteramente al Cristianismo, no se extinguieron totalmente en el País de Gales, como en nuestra Bretaña y en los otros países de sangre gala. Ellos han tenido como consecuencia inmediata una sociedad muy sólidamente constituida, principalmente consagrada, en apariencia, al culto de la poesía nacional, pero que bajo el manto poético ha conservado con una fidelidad notable la herencia intelectual de la antigua Galia: es la Sociedad Bárdica del País de Gales que, después de haberse mantenido como sociedad secreta durante toda la duración de la Edad Media –a través de una transmisión oral de sus monumentos literarios y de su doctrina, a imitación de la práctica de los druidas–, decidió, hacia el siglo XVI y XVII, confiar a la escritura las partes más esenciales de esta herencia. 
De este bagaje, cuya autenticidad está así atestada por una cadena tradicional ininterrumpida, procede el texto del cual hablamos; y en razón de esas circunstancias, su valor no depende –como se ve– ni de la mano que tuvo el mérito de escribirlo, ni de la época en la que su redacción pudo haber adquirido su última forma. Por encima de todo, lo que allí se refleja es el espíritu de los bardos de la Edad Media, que eran los últimos discípulos de esta corporación sabia y religiosa que, con el nombre de druidas, dominó la Galia durante el primer período de su Historia, más o menos de la misma manera como el clero latino durante el de la Edad Media.

«Aunque estuviésemos privados de todas las luces sobre el origen de ese texto, sería puesto muy claramente en camino por su concordancia con las enseñanzas que los autores griegos y latinos nos han dejado con relación a la doctrina religiosa de los druidas. Esta concordancia constituye puntos de solidaridad que no ofrecen ninguna duda, porque se apoyan en las razones extraídas de la propia esencia del escrito; y la solidaridad así demostrada por los artículos capitales –los únicos de los cuales los Antiguos nos han hablado– se extiende naturalmente a los desarrollos secundarios. En efecto, estos desarrollos, penetrados del mismo Espíritu, derivan necesariamente de la misma fuente; forman parte de ese bagaje y no pueden explicarse sino a través de éste. 
Y al mismo tiempo que por una generación tan lógica remontan a los primitivos depositarios de la religión druídica, es imposible asignarles cualquier otro punto de partida; porque, fuera de la influencia druídica, el país de donde ellos provienen sólo ha conocido la influencia cristiana, la cual es totalmente extraña a tales doctrinas.

«Los desarrollos contenidos en las tríadas están, incluso, tan perfectamente fuera del Cristianismo, que las pocas emociones cristianas que se han deslizado aquí y allá en su conjunto, se distinguen a primera vista del fondo primitivo. Estas emanaciones, ingenuamente salidas de la conciencia de los bardos cristianos, bien han podido –si se puede decirlo así– intercalarse en los intersticios de la tradición, pero no pudieron fundirse con ella. Por lo tanto, el análisis del texto es tan simple como riguroso, desde que puede reducirse a poner a un lado todo lo que lleva la marca del Cristianismo y, una vez operada la selección, considerarse como de origen druídico todo lo que queda visiblemente caracterizado por una religión diferente de la del Evangelio y de los concilios. De esta manera, para no citar más que lo esencial, partiendo de este principio tan conocido de que el dogma de la caridad en Dios y en el hombre es tan especial al Cristianismo como el de la migración de las almas lo es al antiguo druidismo, un cierto número de tríadas –en las cuales se refleja un espíritu de amor como nunca ha conocido la Galia primitiva– revela inmediatamente las marcas de un carácter comparativamente moderno; mientras que las otras, animadas por un soplo diferente, dejan ver un tanto mejor el sello de la alta Antigüedad que las distingue.

«En fin, no es inútil hacer observar que la propia forma de la enseñanza contenida en las tríadas es de origen druídico. Se sabe que los druidas tenían una predilección particular por el número tres, y ellos lo empleaban especialmente –así como nos lo muestra la mayoría de los monumentos galeses– para la transmisión de sus lecciones que, mediante esa precisa presentación, se grababan más fácilmente en la memoria.
 Diógenes Laercio  nos ha conservado una de esas tríadas que sucintamente resume el conjunto de los deberes del hombre para con la Divinidad, para con sus semejantes y para consigo mismo: «Honrar a los seres superiores, no cometer injusticias y cultivar en sí mismo la virtud viril». 
La literatura de los bardos ha propagado hasta nosotros una multitud de aforismos del mismo género, en lo tocante a todas las ramas del saber humano: Ciencias, Historia, Moral, Derecho, Poesía. No las hay de más interesantes y más propias para inspirar grandes reflexiones que aquellas cuyo texto publicamos aquí, según la traducción que ha sido hecha por el Sr. Adolphe Pictet.

«De esta serie de tríadas, las once primeras son consagradas a la exposición de los atributos característicos de la Divinidad. Como era fácil preverlo, es en esta sección que las influencias cristianas han tenido una mayor acción. Si no se puede negar que el druidismo haya conocido el principio de la unidad de Dios, puede incluso ser que, por consecuencia de su predilección por el número ternario, pudo haber sido llevado a concebir algo confusamente la divina Trinidad; sin embargo, es indiscutible que lo que completa esta alta concepción teológica –el saber la distinción de las personas y particularmente de la tercera– ha debido quedar perfectamente extraño a esta antigua religión. 
Todo está de acuerdo en probar que sus sectarios estaban mucho más preocupados en fundar la libertad del hombre que en fundar la caridad; y es por seguir esta falsa posición desde su punto de partida que ha perecido. Todo ese inicio también parece relacionarse a una influencia cristiana, más o menos determinada, particularmente a partir de la quinta tríada.

«A continuación de los principios generales relativos a la naturaleza de Dios, el texto pasa a exponer la constitución del Universo. El conjunto de esta constitución es superiormente formulado en tres tríadas que, mostrando a los seres particulares en un orden absolutamente diferente al de Dios, completan la idea que debe formarse del Ser único e inmutable. Además, con fórmulas más explícitas, esas tríadas no hacen sino reproducir lo que ya se sabía –a través del testimonio de los Antiguos– sobre la doctrina de la circulación de las almas, que pasan alternadamente de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. Pueden ser consideradas como el comentario de un célebre verso de La Farsalia, en el cual el poeta exclama, al dirigirse a los sacerdotes de la Galia, que si lo que ellos enseñan es verdad, la muerte no es más que el medio de una larga vida: Longæ vitæ mors media est.

DIOS Y EL UNIVERSO

I – Hay tres unidades primitivas, y de cada una de ellas no podría existir más que una sola: un Dios, una verdad y un punto de libertad, es decir, el punto donde se encuentra el equilibrio de toda oposición.

II – Tres cosas proceden de las tres unidades primitivas: toda vida, todo bien y todo poder.

III – Dios es necesariamente tres cosas: la parte mayor de la vida, la parte mayor de la ciencia y la parte mayor del poder; y no podría tener una parte mayor de cada cosa.

IV – Tres cosas que Dios no puede dejar de ser: lo que debe constituir el bien perfecto, lo que debe querer el bien perfecto y lo que debe cumplir el bien perfecto.

V – Tres garantías de lo que Dios hace y hará: su poder infinito, su sabiduría infinita y su amor infinito; porque no hay nada que no pueda ser efectuado, que no pueda volverse verdadero y que no pueda ser querido por un atributo.

VI – Tres fines principales de la obra de Dios, como Creador de todas las cosas: disminuir el mal, reforzar el bien y hacer resaltar toda la diferencia, de tal manera que se pueda saber lo que debe ser o, al contrario, lo que no debe ser.

VII – Tres cosas que Dios no puede dejar de conceder: lo que hay de más ventajoso, lo que hay de más necesario y lo que hay de más bello para cada cosa.

VIII – Tres poderes de la existencia: no poder ser de otro modo, no ser necesariamente otro y no poder ser mejor por la concepción; y en eso está la perfección de todas las cosas.

IX – Tres cosas prevalecerán necesariamente: el supremo poder, la suprema inteligencia y el supremo amor de Dios.

X – Las tres grandezas de Dios: vida perfecta, ciencia perfecta, poder perfecto.

XI – Tres causas originales de los seres vivos: el amor divino de acuerdo con la suprema inteligencia, la sabiduría suprema por el conocimiento perfecto de todos los medios y el poder divino de acuerdo con la voluntad, el amor y la sabiduría de Dios.

LOS TRES CÍRCULOS

XII – Hay tres círculos de la existencia: el círculo de la región vacía (ceugant), donde –excepto Dios– no hay nada de vivo ni de muerto, y ningún ser más que Dios puede atravesarlo; el círculo de la migración (abred), donde todo ser animado procede de la muerte, y el hombre lo ha atravesado; y el círculo de la felicidad (gwynfyd), donde todo ser animado procede de la vida, y el hombre lo atravesará en el cielo.

XIII – Tres estados sucesivos de seres animados: el estado de descenso en el abismo (annoufn), el estado de libertad en la humanidad y el estado de felicidad en el cielo.

XIV – Tres fases necesarias de toda existencia con relación a la vida: el comienzo en annoufn, la transmigración en abred y la plenitud en gwynfyd; y sin estas tres cosas nadie puede existir, excepto Dios.

«Así, en resumen, sobre ese punto capital de la teología cristiana, de que Dios –por su poder creativo– saca a las almas de la nada, las tríadas no se pronuncian de una manera precisa. Después de haber mostrado a Dios en su esfera eterna e inaccesible, ellas muestran simplemente a las almas naciendo en las profundidades del Universo, en el abismo (annoufn); de allí, esas almas pasan al círculo de las migraciones (abred), donde su destino se determina a través de una serie de existencias, conforme al buen o mal uso que hayan hecho de su libertad; en fin, se elevan al círculo supremo (gwynfyd), donde las migraciones cesan, donde no se muere más, donde de aquí en adelante la vida transcurre en la felicidad, conservando en todo su perpetua actividad y la plena conciencia de su individualidad. 
En efecto, el druidismo no cae en el error de las teologías orientales que conducen al hombre a ser absorbido finalmente en el seno inmutable de la Divinidad; porque, al contrario, distingue un círculo especial, el círculo del vacío o del infinito (ceugant), que forma el privilegio incomunicable del Ser supremo, y en el cual ningún ser –sea cual fuere su grado de santidad– podrá jamás penetrar. Éste es el punto más elevado de la religión, porque marca el límite puesto al vuelo de las criaturas.

«El rasgo más característico de esta teología, aunque sea un rasgo puramente negativo, consiste en la ausencia de un círculo particular, tal como el Tártaro de la antigüedad pagana, destinado a la punición sin fin de las almas criminales. 
Entre los druidas, el infierno propiamente dicho no existe. A sus ojos, la distribución de los castigos se efectúa en el círculo de las migraciones a través del compromiso de las almas en pasar por condiciones de existencia más o menos infelices, donde –siempre dueñas de su libertad– expían sus faltas a través del sufrimiento y se disponen, por la reforma de sus vicios, a un futuro mejor. En ciertos casos, puede incluso suceder que las almas retrograden hasta esa región de annoufn, donde nacen, y a la cual no parece muy posible dar otro significado que el de la animalidad. Por este lado peligroso (la retrogradación), y que nada justifica, ya que la diversidad de las condiciones de existencia en el círculo de la humanidad es perfectamente suficiente a la penalidad de todos los grados, el druidismo habría entonces llegado a deslizarse hasta en la metempsicosis. 
Pero este lamentable extremo, al cual no conduce ninguna necesidad de la doctrina del desenvolvimiento de las almas por el camino de las migraciones, parece haber ocupado –como se ha de juzgar por la serie de tríadas relativas al régimen del círculo de abred– un lugar secundario en el sistema de la religión.

«Excepto algunas obscuridades que tal vez son debidas a las dificultades de una lengua cuyas profundidades metafísicas no son todavía bien conocidas, las declaraciones de las tríadas en lo tocante a las condiciones inherentes al círculo de abred esparcen las más vivas luces sobre el conjunto de la religión druídica. Se siente en ella respirar el soplo de una originalidad superior. 
El misterio que a nuestra inteligencia ofrece el espectáculo de nuestra existencia presente, toma allí un giro singular que no se ve en ninguna otra parte, y se diría que un gran velo se rasga antes y después de la vida, haciendo conque de repente el alma se sienta nadar, con una fuerza inesperada, a través de una extensión indefinida que, en su encierro entre las pesadas puertas del nacimiento y de la muerte, no era capaz de sospechar por sí misma. Cualquiera que fuere el juicio que se haga sobre la veracidad de esta doctrina, no se puede negar que sea una doctrina poderosa; y al reflexionar sobre el efecto que debía inevitablemente producir en las almas ingenuas tales aperturas sobre su origen y su destino, es fácil darse cuenta de la inmensa influencia que los druidas habían adquirido naturalmente sobre el espíritu de nuestros antepasados. En medio de las tinieblas de la Antigüedad, esos ministros sagrados no podían dejar de aparecer a los ojos de las poblaciones como los reveladores del Cielo y de la Tierra.

«He aquí el texto notable que abordamos:

EL CÍRCULO DE ABRED

XV – Tres cosas necesarias en el círculo de abred: el menor grado posible de toda la vida, y de ahí su comienzo; la materia de todas las cosas, y de ahí el crecimiento progresivo, el cual no puede operarse más que en el estado de necesidad; y la formación de todas las cosas de la muerte, y de ahí la debilidad de las existencias.

XVI – Tres cosas a las cuales todo ser vivo participa necesariamente por la justicia de Dios: el socorro de Dios en abred, porque sin eso nadie podría conocer ninguna cosa; el privilegio de participar del amor de Dios; y el acuerdo con Él en cuanto al cumplimiento por el poder de Dios, en calidad de justo y misericordioso.

XVII – Tres causas de la necesidad del círculo de abred: el desarrollo de la substancia material de todo ser animado; el desarrollo del conocimiento de todas las cosas; y el desarrollo de la fuerza moral para superar todo contrario y a Cythraul (el Espíritu malo), y para librarse de Droug (el mal). Y sin esta transición de cada estado de vida, no podría haber allí la realización de ningún ser.

XVIII – Tres calamidades primitivas de abred: la necesidad, la ausencia de memoria y la muerte.

XIX – Tres condiciones necesarias para llegar a la plenitud de la ciencia: transmigrar en abred, transmigrar en gwynfyd y recordarse de todas las cosas pasadas, hasta en annoufn.

XX – Tres cosas indispensables en el círculo de abred: la transgresión de la ley, porque no puede ser de otro modo; la liberación por la muerte ante Droug y Cythraul; el crecimiento de la vida y del bien por el alejamiento de Droug en la liberación de la muerte; y esto por el amor de Dios, que abarca todas las cosas.

XXI – Tres medios eficaces de Dios en abred para dominar a Droug y a Cythraul, y superar su oposición con relación al círculo de gwynfyd: la necesidad, la pérdida de la memoria y la muerte.

XXII – Tres cosas son primitivamente contemporáneas: el hombre, la libertad y la luz.

XXIII – Tres cosas necesarias para el triunfo del hombre sobre el mal: la firmeza contra el dolor, el cambio, la libertad de elegir; y con el poder que el hombre tiene de elegir, anticipadamente no se puede saber con certeza dónde irá.

XXIV – Tres alternativas ofrecidas al hombre: abred y gwynfyd, necesidad y libertad, mal y bien; estando el todo en equilibrio, el hombre puede a su voluntad vincularse a uno o al otro.

XXV – Por tres cosas el hombre cae en la necesidad de abred: por la ausencia de esfuerzo hacia el conocimiento, por no vincularse al bien y por su vinculación al mal. Como consecuencia de estas cosas, desciende en abred hasta su análogo y recomienza el curso de su transmigración.

XXVI – Por tres cosas el hombre vuelve a descender necesariamente en abred, aunque en otros aspectos esté vinculado a lo que es bueno: por orgullo, cae hasta en annoufn; por falsedad, hasta el punto del demérito equivalente, y por crueldad, hasta el grado correspondiente de animalidad. De ahí transmigra de nuevo hacia la humanidad, como antes.

XXVII – Las tres cosas principales a obtener en el estado de humanidad: la ciencia, el amor y la fuerza moral, en el más alto grado posible de desarrollo antes que sobrevenga la muerte. Esto no puede ser obtenido anteriormente al estado de humanidad, y no puede serlo sino por el privilegio de la libertad y de la elección. Esas tres cosas son llamadas las tres victorias.

XXVIII – Hay tres victorias sobre Droug  y Cythraul: la ciencia, el amor y la fuerza moral; porque el saber, el querer y el poder cumplen lo que quiera que sea en su conexión con las cosas. Esas tres victorias comienzan en la condición de humanidad y continúan eternamente.

XXIX – Tres privilegios de la condición del hombre: el equilibrio del bien y del mal, y de ahí la facultad de comparar; la libertad en la elección, y de ahí el juicio y la preferencia; y el desarrollo de la fuerza moral como consecuencia del juicio, y de ahí la preferencia. Esas tres cosas son necesarias para cumplir lo que quiera que sea.

«Así, en resumen, el inicio de los seres en el seno del Universo se produce en el punto más bajo de la escala de la vida; y si no es llevar demasiado lejos las consecuencias de la declaración contenida en la vigésimo-sexta tríada, se puede conjeturar que, en la doctrina druídica, este punto inicial se lo consideraba situado en el abismo confuso y misterioso de la animalidad. De ahí, por consecuencia, desde el propio origen de la historia del alma, existe una necesidad lógica de progreso, ya que los seres no están destinados por Dios a quedarse en una condición tan baja y tan oscura. Sin embargo, en los niveles más bajos del Universo, ese progreso no se efectúa siguiendo una línea continua; esta larga vida, nacida tan bajo para elevarse tan alto, se quiebra en fragmentos, solidarios en lo más hondo de su sucesión, pero la cual, gracias a la falta de memoria, la misteriosa solidaridad escapa –al menos por un tiempo– a la conciencia del individuo. Son éstas las interrupciones periódicas en el curso secular de la vida que constituyen lo que llamamos la muerte; de manera que la muerte y el nacimiento que, por una observación superficial, forman acontecimientos tan diversos, en realidad no son sino las dos caras del mismo fenómeno, una mirando hacia el período que se acaba y la otra hacia el período que sigue.

«Desde entonces la muerte, considerada en sí misma, no es por lo tanto una calamidad verdadera, sino un beneficio de Dios, que al romper los hábitos demasiado estrechos que habíamos contraído con nuestra vida presente, nos transporta a nuevas condiciones y de ese modo da lugar a que nos elevemos más libremente a nuevos progresos.

«Al igual que la muerte, la pérdida de memoria que la acompaña no debe ser tomada sino como un beneficio. Es una consecuencia del primer punto; porque si el alma, en el curso de esta larga vida, conservase claramente sus recuerdos de un período al otro, la interrupción sólo sería accidental y no habría propiamente dicho ni muerte, ni nacimiento, ya que esos dos acontecimientos perderían desde entonces el carácter absoluto que los distingue y que hacen a su fuerza. E incluso, desde el punto de vista de esta teología, no parece difícil percibir directamente que la pérdida de la memoria, en lo tocante a los períodos pasados, puede ser considerada como un beneficio con relación al hombre en su condición presente; porque si esos períodos pasados han sido desgraciadamente manchados de errores y de crímenes –causa primera de las miserias y de las expiaciones de hoy–, como la actual posición del hombre en un mundo de sufrimientos que se le vuelven una prueba, es evidentemente una ventaja para el alma encontrarse libre de la visión de una multitud tan grande de faltas y, al mismo tiempo, de remordimientos demasiado abrumadores que de allí nacerían. 
No obligándola a un arrepentimiento formal con relación a las culpas de su vida actual, compadeciéndose así de su debilidad, Dios le concede efectivamente una gran gracia.

«En fin, según esta misma manera de considerar el misterio de la vida, las necesidades de toda naturaleza a las cuales estamos sujetos en la Tierra, y que desde nuestro nacimiento determinan, por una decisión por así decirlo fatal, la forma de nuestra existencia en el presente período, constituyen un último beneficio tan sensible como los otros dos; porque, en definitiva, son esas necesidades que dan a nuestra vida el carácter que mejor conviene a nuestras expiaciones y pruebas, y por consecuencia a nuestro desarrollo moral; y son también esas mismas necesidades, ya sea de nuestro organismo físico o de circunstancias externas al medio en el cual nos encontramos colocados que, al conducirnos forzosamente al término de la muerte, nos conduce de ese modo a nuestra suprema liberación. 
En resumen, como lo dicen las tríadas en su enérgica concisión, están ahí al mismo tiempo las tres calamidades primitivas y los tres medios eficaces de Dios en abred.

«Pero, ¿mediante qué conducta el alma se eleva realmente en esta vida, y merece alcanzar, después de la muerte, un modo superior de existencia? La respuesta que da el Cristianismo a esta cuestión fundamental es conocida por todos: es con la condición de deshacer en sí el egoísmo y el orgullo, de desarrollar en la intimidad de su substancia las fuerzas de la humildad y de la caridad, únicas eficaces y meritorias ante Dios: 
¡Bienaventurados los mansos –dice el Evangelio–, bienaventurados los humildes! La respuesta del druidismo es totalmente diversa y contrasta nítidamente con ésta. Según sus lecciones, el alma se eleva en la escala de las existencias con la condición de fortificar su propia personalidad por su trabajo sobre sí misma, y éste es un resultado que ella obtiene naturalmente a través del desarrollo de la fuerza del carácter junto al desarrollo del saber. Es lo que expresa la vigésimo-quinta tríada, que declara que el alma cae en la necesidad de las transmigraciones, es decir, en las vidas confusas y mortales, no sólo por mantener las malas pasiones, sino por el hábito de la cobardía en el cumplimiento de las acciones justas y por la falta de firmeza en la vinculación a lo que prescribe la conciencia; en una palabra, por la debilidad de carácter; y además de esta falta de virtud moral, el alma es aún retenida en su vuelo hacia el cielo por la falta de perfeccionamiento del Espíritu. 
La iluminación intelectual, necesaria para la plenitud de la felicidad, no se opera simplemente en el alma bienaventurada por una irradiación de lo Alto enteramente gratuita; sólo se produce en la vida celestial si la propia alma ha sabido hacer esfuerzos desde esta vida para adquirirla. 
También la tríada no habla solamente de la falta de saber, sino de la falta de esfuerzo hacia el saber, lo que es, en el fondo –como para la virtud precedente– un precepto de actividad y de movimiento.

«En verdad, en las tríadas siguientes, la caridad se encuentra recomendada con el mismo título que la ciencia y la fuerza moral; pero también aquí, como en lo que toca a la naturaleza divina, la influencia del Cristianismo es sensible. Es a éste, y no a la fuerte pero dura religión de nuestros antepasados, que pertenecen la predicación y la entronización en el mundo, de la ley de la caridad en Dios y en el hombre; y si esta ley brilla en las tríadas, es por efecto de una alianza con el Evangelio o, mejor dicho, de un feliz perfeccionamiento de la teología de los druidas por la acción de la de los Apóstoles, y no por una tradición primitiva. 
Quitemos este rayo divino y tendremos, en su ruda grandeza, la moral de la Galia, moral que ha podido producir, en el orden del heroísmo y de la ciencia, poderosas personalidades, pero que no ha sabido unirlas entre sí, ni a la multitud de los humildes.»IX

La Doctrina Espírita no consiste solamente en la creencia de las manifestaciones de los Espíritus, sino en todo lo que ellos nos enseñan sobre la naturaleza y el destino del alma. 
Por lo tanto, si se consiente en remitirse a los preceptos contenidos en El Libro de los Espíritus –donde se encuentra formulada toda su enseñanza–, ha de admirarse la identidad de algunos de los principios fundamentales con los de la doctrina druídica, de los cuales uno de los más salientes es indiscutiblemente el de la reencarnación. 
En los tres círculos, en los tres estados sucesivos de los seres animados, encontramos todas las fases que presenta nuestra escala espírita. En efecto, ¿qué es el círculo de abred o el de la migración, sino los dos órdenes de Espíritus que se depuran por sus existencias sucesivas? En el círculo de gwynfyd, el hombre no transmigra más, goza de la felicidad suprema. ¿No es éste el primer orden de la escala, el de los Espíritus puros que, al haber cumplido todas las pruebas, no tienen más necesidad de encarnarse y gozan de la vida eterna? 
Notemos aún que, según la doctrina druídica, el hombre conserva su libre albedrío; que se eleva gradualmente por su voluntad, por su perfección progresiva y por las pruebas que sufre,

IX Extraído del Magasin pittoresque (Revista Ilustrada), 1857. [Nota de Allan Kardec.]

de annoufn o el abismo, hasta la perfecta felicidad en gwynfyd, con la diferencia, no obstante, que el druidismo admite el posible retorno a las clases inferiores, mientras que, según el Espiritismo, el Espíritu puede permanecer estacionario, pero no puede degenerar. 
Para completar la analogía, sólo tendríamos que agregar a nuestra escala –debajo del tercer orden– el círculo de annoufn para caracterizar el abismo o el origen desconocido de las almas, y encima del primer orden el círculo de ceugant, morada de Dios, inaccesible a las criaturas.

 

Tomado de; REVISTA ESPÍRITA PERIÓDICO DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS
Año I – Abril de 1858 – Nº 4






R-2/15/2023

4 comentarios:

  1. INTERESANTE

    En cuanto a nosotros, nuestras observaciones personales no nos dejan ninguna duda sobre la antigüedad y la universalidad de la Doctrina que nos enseñan los Espíritus. Esta coincidencia entre lo que ellos nos dicen hoy y las creencias de los tiempos más remotos son un hecho significativo de un alto alcance. Entretanto, haremos notar que si encontramos por todas partes los vestigios de la Doctrina Espírita, en ninguna parte la vemos completa: parece haber sido reservado a nuestra época coordinar esos fragmentos esparcidos entre todos los pueblos, para llegar a la unidad de principios por medio de un conjunto más completo y sobre todo más general de manifestaciones, que parecen dar razón al autor del artículo anterior sobre el período psicológico en que la Humanidad parece entrar.


    La Doctrina Espírita no consiste solamente en la creencia de las manifestaciones de los Espíritus, sino en todo lo que ellos nos enseñan sobre la naturaleza y el destino del alma. 

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  2. Los druidas fueron personas de la clase sacerdotal en Gran Bretaña, Irlanda, algunas zonas del norte de España, la Galia (Francia y norte de Italia), y posiblemente otras partes de la Europa Céltica durante la Edad de Hierro, e incluso antes. Su función puede ser sacerdotal (Irlanda) o profética (Gales), en cuyo caso se decía que estaban imbuidos de la awen (“inspiración”) que también actuaba en los bardos. No hay registros escritos por los propios druidas y la única evidencia de la que se dispone son descripciones breves realizadas por los griegos, romanos y varios autores y artistas dispersos, así como también algunas historias creadas posteriormente, en el Medievo, por escritores irlandeses. Se tiene evidencia arqueológica relativa a las prácticas religiosas en la Edad del Hierro, aunque “ningún artefacto o imagen desenterrado se ha podido asociar indudablemente con los antiguos druidas”.3​ Varios temas recurrentes sobre los druidas se presentan en un gran número de registros grecorromanos, incluyendo los sacrificios humanos, su creencia en la reencarnación y su alto estatus social en los pueblos galos. Nada se sabe aún sobre sus prácticas de culto, excepto por el ritual del roble y el muérdago según la descripción de Plinio el Viejo.

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  3. Alejandro Polímata se refirió a los druidas como filósofos y consideró como pitagórica su doctrina de la inmortalidad del alma y de la reencarnación o metempsícosis.

    «La doctrina pitagórica prevalece entre los galos que enseñan que las almas de los hombres son inmortales, y que después de un número determinado de años entrarán en otro cuerpo.»

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  4. De acuerdo con el historiador Ronald Hutton, “no podemos saber virtualmente nada con certeza acerca de los antiguos druidas, así que —aunque sin duda existieron— sirven más o menos como figuras legendarias”. Sin embargo, las fuentes referidas por escritores antiguos y medievales, junto a la evidencia arqueológica, pueden dar una idea de la forma en que desempeñaban su papel religioso.

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