Claire Josephe Leris, llamado Mademoiselle Clairon o el Clarion es una actriz
francesa
nacida en Condé-sur-l'Escaut la
25 de enero de 1723
y murió en París
en
29 de enero de 1803
.
El aparecido de mademoiselle
Clairon
Esta historia tuvo una gran repercusión en su tiempo,
por la posición de la heroína y por el gran número de personas que atestiguó lo
ocurrido. A pesar de su singularidad, ya sería probablemente olvidada si
mademoiselle Clairon no la hubiese consignado en sus Memorias, de donde
nosotros hemos extraído el relato que vamos a hacer. La
analogía que ella presenta con algunos de los hechos que pasan hoy en día le da
un lugar natural en esta Compilación.
Mademoiselle Clairon, como se sabe, era tan notable
por su belleza como por su talento de cantante y de actriz trágica; ella había
inspirado a un joven bretón, el Sr. S..., una de esas pasiones que frecuentemente
deciden una vida, cuando no se tiene la suficiente fuerza de carácter para
vencerla. Mademoiselle Clairon no correspondió sino con la amistad; sin
embargo, las asiduidades del Sr. S... se volvieron tan inoportunas que ella
decidió romper toda relación con él. La tristeza que él sintió le causó una
larga enfermedad de la cual falleció. El hecho sucedió en 1743. Dejemos ahora
hablar a mademoiselle Clairon.
«Dos años y medio habían pasado desde que nos
conocimos hasta su muerte. Envió a alguien para rogarme que yo le concediera la
dulzura de verlo en sus últimos momentos; mis allegados me impidieron acceder a
esa solicitud. Murió en la sola presencia de sus criados y de una dama anciana,
que era la única compañía que tenía desde hacía mucho tiempo.
En aquel entonces
él vivía cerca de La Chaussée d'Antin, próximo a las murallas que comenzaban a
ser construidas; yo, en la rue de Bussy, cerca de la rue de Seine (calle
del Sena) y de la
abadía Saint-Germain (San Germán). Yo estaba con mi madre y con varios amigos que
vinieron a cenar conmigo... Había terminado de cantar algunas bellas melodías
pastorales que hubieron encantado a mis amigos, cuando
al sonar las once horas se produjo un grito muy agudo. Su modulación sombría y
su duración causaron espanto a todos; me sentí desfallecer y estuve casi un
cuarto de hora sin conocimiento...
«Toda mi gente, mis amigos, mis vecinos, incluso la
policía, han escuchado ese mismo grito, siempre a la misma hora, saliendo
siempre por debajo de mis ventanas y pareciendo surgir de la vaguedad del
aire...
Raramente yo cenaba en la ciudad, pero cuando lo hacía no se escuchaba
nada, y varias veces, al preguntar a mi madre y a mi gente sobre si había
alguna novedad, cuando entraba en mi cuarto el grito surgía entre nosotros. Una
vez, el presidente B..., en cuya casa había cenado, quiso llevarme a mi hogar
para asegurarse que nada me sucedería en el camino.
En el momento en que se
despedía en mi puerta, el grito surgió entre él y yo. Así como toda París, él
sabía de esta historia: no obstante, lo recondujeron a su carroza más muerto
que vivo.
«En otra oportunidad le pedí a mi amigo Rosely que me
acompañase a la rue Saint-Honoré (calle San Honorato) para elegir algunas telas. El
único asunto de nuestra conversación era mi aparecido (así se lo llamaba). Este
joven, lleno de espíritu, no creía en nada; sin embargo, había quedado
impresionado con mi aventura y me urgía a evocar el fantasma, prometiéndome
creer en él si me contestase. Ya sea por debilidad o por audacia, hice lo que
me pedía: el grito se escuchó tres veces y fue terrible por su estallido y
rapidez. A nuestro regreso, fue necesario el socorro de todos para sacarnos del
carruaje donde ambos estábamos desvanecidos. Después de esta escena permanecí
algunos meses sin escuchar nada. Creí haberme liberado para siempre, pero
estaba equivocada.
«Todos los espectáculos habían sido transferidos a
Versalles para el casamiento del Delfín. Me habían reservado un cuarto en
la avenue de Saint-Cloud (avenida
San Cloud), que ocupé
con la señora Grandval. A las tres horas de la madrugada, le dije: Estamos en
el fin del mundo; sería muy difícil que el grito nos buscara aquí... ¡Y éste se
hizo escuchar! La señora Grandval creyó que el infierno entero estaba en el
cuarto; corrió en camisón de arriba a abajo de la casa, donde nadie pudo dormir
esa noche; por lo menos, ésa ha sido la última vez que el grito surgió.
«Siete u ocho días después, mientras conversaba con
mis compañías habituales, la campanada de las once horas se hizo seguir de un
tiro de fusil disparado en una de mis ventanas. Todos escuchamos el tiro; todos
vimos el fogonazo; la ventana no presentaba ningún tipo de daño.
Dedujimos que
lo que se quería era mi vida, que habían errado el blanco y que era necesario
tomar precauciones para el futuro. El Sr. Marville, que en aquel entonces era
teniente de policía, hizo inspeccionar todas las casas ubicadas enfrente de la
mía; en mi calle fueron apostados todos los espías posibles; pero, por más cuidados que se hubieron tomado, durante tres
meses seguidos ese tiro fue visto y escuchado, siendo disparado siempre a la
misma hora y en la misma ventana, sin que nadie haya podido nunca ver de qué
lugar partía. De este hecho ha quedado constancia en los registros de la
policía.
«Acostumbrada a mi aparecido, al que yo no consideraba
una mala persona, ya que se limitaba a hacerme jugarretas, no me di cuenta de
la hora que era –puesto que hacía mucho calor– y abrí la ventana en cuestión,
apoyándonos el administrador y yo sobre el balcón. Al sonar las once horas el
tiro disparó y nos arrojó a ambos al centro del cuarto, donde caímos como
muertos. Cuando nos recuperamos, fuimos a ver si no teníamos nada, y nos
echamos a reír como locos cuando constatamos que cada uno había recibido la más
terrible bofetada que jamás nos hayan dado, a él en la mejilla izquierda y a mí
en la derecha.
«Dos días después, al ser invitada por mademoiselle
Dumesnil a asistir a una pequeña fiesta nocturna que ella daba en su casa de
Barrière Blanche (Barrera Blanca), tomé un fiacre a las once horas con mi criada.
Bajo un bello claro de luna fuimos conducidas por los bulevares que comenzaban
a poblarse de casas. Mi criada me dijo: ¿No fue aquí que murió el Sr. S...?
–Según las informaciones que he recibido, debe ser ahí, le dije, indicándole
con mi dedo a una de las dos casas que teníamos delante nuestro. Y de una de
las dos se disparó el mismo tiro de fusil que me perseguía: atravesó nuestro
carruaje e hizo conque el cochero redoblase la velocidad, creyéndose que estaba
siendo atacado por ladrones.
Llegamos a la fiesta estando apenas recompuestas
y, por mi parte, presa de un terror que –confieso– he conservado por mucho
tiempo; pero esta proeza ha sido la última con armas de fuego.
«A la explosión siguió un palmoteo, que repetía un
determinado compás. Ese ruido, al cual la bondad del público me había
acostumbrado, no me ha dejado hacer ningunas observaciones durante largo
tiempo; mis amigos las hicieron por mí. Hemos espiado –me han dicho– y es a las
once horas que se produce, casi bajo vuestra puerta; nosotros lo hemos
escuchado, pero no vimos a nadie; esto no puede ser otra cosa que la
continuidad de lo que habéis pasado. Como este ruido no tenía nada de terrible,
no conservé el tiempo de su duración. Tampoco presté atención a los sonidos
melodiosos que después se hicieron escuchar; parecía que una voz celestial
recitase un aria noble y conmovedora que iba a ser cantada; esta voz comenzaba
en el carrefour de Bussy (cruce Bussy) y finalizaba en mi puerta; al
igual que como había sucedido con todos los sonidos anteriores, éstos se
escuchaban pero no se veía nada. En fin, todo cesó después de un poco más de
dos años y medio.»
Posteriormente, mademoiselle Clairon se enteró a
través de la dama anciana que había sido la única amiga devota del Sr. S..., el
relato de sus últimos momentos.
«Él contaba –decía la anciana– todos los minutos,
cuando a las diez y media su lacayo vino a decirle que, decididamente, vos no
vendríais. Después de un momento de silencio, tomó mi mano con una
desesperación creciente que me asustó y dijo: ¡Insensible!...
No ganará nada con eso; ¡la perseguiré después de mi muerte tanto como la he
perseguido durante mi vida!... Quise tratar de calmarlo, pero había muerto.»
En la edición que nosotros tenemos a la vista, este
relato es precedido por la siguiente nota sin firma:
«He aquí una anécdota muy singular que sin duda ha
suscitado y suscitará los más diferentes juicios. Se adora lo maravilloso,
incluso sin creer en ello: mademoiselle Clairon parece convencida de la
realidad de los hechos que cuenta. Nos contentaremos en hacer notar que en el
tiempo en que fue o se creyó atormentada por su aparecido, ella tenía de
veintidós años y medio a veinticinco; ésta es la edad de la imaginación, y esa
facultad era continuamente ejercida y exaltada en ella por el género de vida
que llevaba en el teatro y fuera del mismo. Recordemos que dijo, en el comienzo
de sus Memorias
que, en su
infancia, solamente le contaban aventuras de aparecidos y de hechiceros, que le
aseguraban que se trataba de historias verdaderas.»
Al no conocer el hecho sino por el relato de
mademoiselle Clairon, sólo podemos juzgar por inducción; ahora bien, he aquí
nuestro razonamiento.
Este acontecimiento, descrito en sus más mínimos detalles
por la propia mademoiselle Clairon, tiene más autenticidad que si hubiera sido
narrado por un tercero. Agreguemos que cuando ella escribió la carta en la que
se encuentra el relato tenía aproximadamente sesenta años, y que había pasado la
edad de la credulidad de que habla el autor de la nota. Este autor no pone en
duda la buena fe de mademoiselle Clairon sobre su aventura; únicamente piensa
que ella ha podido ser el juguete de una ilusión. Que lo haya sido una vez, no
sería nada sorprendente; pero que lo haya sido durante dos años y medio, esto
nos parece más difícil, y más difícil aún es suponer que esta ilusión haya sido
compartida por tantas personas, testigos oculares y auriculares de los hechos,
y hasta por la propia policía. Para nosotros, que conocemos lo que puede
ocurrir en las manifestaciones espíritas, la aventura no tiene nada que pueda
sorprendernos, y la damos como probable. En esta
hipótesis, no tenemos dudas en pensar que el autor de todas esas malas pasadas
no era otro que el alma o el Espíritu S..., sobre todo si observamos la
coincidencia de sus últimas palabras con la duración de los fenómenos. Él había
dicho: La
perseguiré después de mi muerte tanto como la he perseguido durante mi vida. Ahora
bien, sus relaciones con mademoiselle Clairon habían durado dos años y medio, exactamente el mismo tiempo que duraron
las manifestaciones después de su muerte.
Algunas palabras aún sobre la naturaleza de este
Espíritu. No era malo, y mademoiselle Clairon está con la razón cuando no lo
califica como una mala persona; pero tampoco se puede decir que era la bondad
en persona.
La pasión violenta a la cual sucumbía como hombre, prueba que en él
las ideas terrestres eran predominantes. Los trazos profundos de esta pasión
–que sobrevivió a la destrucción del cuerpo– prueban que, como Espíritu, estaba
todavía bajo la influencia de la materia. Su venganza, por inofensiva que haya
sido, denota sentimientos poco elevados. Por lo tanto, si nos remitimos a
nuestro cuadro de la clasificación de los Espíritus, no será
difícil asignarle su rango; la ausencia de maldad real lo aparta naturalmente
de la última clase, la de los Espíritus impuros; pero evidentemente se encuadra
en las otras clases del mismo orden; nada en él podría justificar un rango
superior.
Algo digno de ser señalado es la sucesión de los
diferentes modos por los cuales ha manifestado su presencia. Ha sido en el
mismo día y en el momento de su muerte que se hace oír por primera vez, y esto
sucede en medio de una cena jovial. Cuando estaba encarnado, veía a
mademoiselle Clairon en pensamiento, rodeada con un halo que la imaginación
presta al objeto de una ardiente pasión; pero una vez que el alma se ha
despojado de su velo material, la ilusión da lugar a la realidad. Él está ahí,
a su lado, la ve rodeada de amigos, debiendo
por completo incitar sus celos; su alegría y su canto parecen insultar a su
desesperación, y ésta se manifiesta a través de un grito de rabia que repite
cada día a la misma hora, como para reprocharle el haberse rehusado a
consolarlo en sus últimos momentos. A los gritos suceden los tiros de fusil,
inofensivos –es cierto–, pero que no por eso denotan menos una impotente rabia
y el deseo de perturbar su reposo. Posteriormente, su desesperación reviste un
carácter más calmo; influido, sin duda, por ideas más sanas, parece haberse
resignado; sólo le queda el recuerdo de los aplausos de que ella era objeto, y
los repite. En fin, más tarde le dice adiós, haciéndola escuchar sonidos que
parecían como el eco de esa voz melodiosa que tanto lo había encantado cuando
estaba encarnado.
REVISTA ESPÍRITA
PERIÓDICO DE ESTUDIOS PSICOLÓGICOS Año I – Febrero de 1858 – Nº 2
R-05/19/2023
La Clairon -Claire Josephine Hippolyte Leiris de Latude- fue célebre actriz y diva de primera magnitud en la Comèdie Française a mediados del siglo XVIII. Tenía merecida fama de mujer galante por su hermosura, su trato y su irresistible atractivo sexual. Paseaba un atardecer por las más céntricas vías de París en compañía de una de sus más dilectas amigas cuando, al pasar por la calle de Saint-Honoré, se le acercó un ciego que, ayudado por su lazarillo, imploraba la caridad.
ResponderEliminarEl inválido, refiriéndose a la inmensa desgracia de la falta de visión, dijo:
-¡Tened piedad, hermosas señoras, de un desventurado que ha perdido la alegría de este mundo!
Y la Clairon se volvió a su amiga y le preguntó:
-¿Es que este pobre hombre es un eunuco?
En otra ocasión, en el saloncillo de uno de los teatros más prestigiosos de París, un renombrado autor preguntó a la Clairon qué diferencia advertía entre un hombre de cincuenta años y otro de sesenta. La actriz dio la siguiente respuesta:
-Cuando un hombre empieza a tener grises los cabellos, tiene cincuenta años, y cuando vuelve a tenerlos negros, es que ya ha cumplido los sesenta.
La Clairon se retiró de la escena en 1765, y ya en sus últimos años de vida -y no muy sobrada de recursos- se refugió en el quinto piso de una modesta casa de vecindad. Allí acudió a visitarla uno de sus adoradores de otros tiempos, el cual se presentó ante ella fatigadísimo por la cantidad de escalones que acababa de subir.
-¡Oh, señora! ¡Cinco pisos! ¡Qué alto vivís!
Y la Clairon, siempre ingeniosa, respondió con la más seductora de las sonrisas:
-¿Qué queréis, amigo mío? ¡Es ya el único recurso que me queda para hacer palpitar los corazones!
PUBLICADO POR OSHIDORI A LAS 5:42 P. M.