“He aquí que yo os enviaré el Profeta Elías, antes de que venga el gran y terrible día del Señor.”
(Malaquías, IV, 5).
“En tiempos de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del grupo de Abías, cuya mujer era descendiente de Aarón y se llamaba Isabel. Ambos eran justos ante Dios, pues guardaban irreprochablemente todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, porque Isabel era estéril y los dos de avanzada edad. Estando él de servicio ante Dios en el turno de su grupo, le tocó en suerte, conforme al uso litúrgico, entrar en el Santuario del Señor a ofrecer el incienso. Todo el pueblo estaba fuera orando a la hora del incienso. Y se le apareció a Zacarías un ángel del Señor, en pie, a la derecha del altar del incienso. Zacarías, se asustó al verlo, y se llenó de miedo. El ángel le dijo: No tengas miedo, Zacarías, pues tu petición ha sido escuchada, y tu mujer Isabel te dará un hijo, al que pondrás por nombre Juan. Será para ti causa de gozo y alegría; y muchos se alegrarán de su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licores y estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre. Convertirá a muchos israelitas al Señor, su Dios. Irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar a los padres con los hijos y enseñar a los rebeldes la sabiduría de los justos, a fin de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Zacarías dijo al ángel: ¿Cómo sabré que es así? Pues yo soy viejo, y mi mujer de avanzada edad. El ángel le contestó: Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios, y he sido enviado a hablarte y darte esta nueva noticia. Te quedarás mudo y no podrás hablar hasta que suceda todo esto por no haber creído en mis palabras, que se cumplirán a su tiempo. La gente estaba esperando a Zacarías y se extrañaba que permaneciese tanto en el santuario. Cuando salió, no podía hablarles, por lo que comprendieron que había tenido alguna visión en el santuario. Él les hacía señas y permaneció mudo. Al cumplir el tiempo de su ministerio, se fue a su casa. Unos días después, Isabel, su mujer, quedó en cinta; estuvo cinco meses sin salir de casa; y se decía: El Señor ha hecho esto conmigo y me ha librado de la vergüenza ante la gente.”
(Lucas, I, 5-25).
“Unos días después María se dirigió presurosa a la montaña, a una ciudad de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó en su seno e Isabel quedó llena del Espíritu Santo. Y dijo alzando la voz: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y cómo es que la madre de mi Señor viene a mí?”
(Lucas, I, 39-43).
“A Isabel se le cumplió el tiempo de su parto y dio a luz un hijo. Los vecinos y parientes, al enterarse del gran favor que el Señor le había hecho, fueron a felicitarla. A los ocho días llevaron a circuncidar al niño. Querían que se llamara Zacarías, como su padre. Pero su madre dijo: No. Se llamará Juan. Le advirtieron: No hay nadie en tu familia que se llame así. Preguntaron por señas al padre cómo quería que se llamase. Él pidió una tablilla y escribió: Su nombre es Juan. Todos se quedaron admirados. Inmediatamente se le soltó la lengua y empezó a hablar bendiciendo a Dios. Todos los vecinos se llenaron de temor. Estas cosas se comentaban en toda la montaña de Judea. Todos los que las oían decían pensativos: ¿Qué llegará a ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él.”
(Lucas, I, 57-66).
“El niño crecía y se fortalecía en el espíritu. Y vivió en el desierto hasta el día de su manifestación a Israel.”
(Lucas, I, 80).
“El año quince del reinado de Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, estando Herodes al frente de Galilea, su hermano Filipo al frente de Iturea y de la región de Traconítida, y Lisanias al frente de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, Dios habló a Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto. Y él fue recorriendo toda la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para recibir el perdón de los pecados, como está escrito en el libro del profeta Isaías: Voz que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus sendas; que los valles se eleven, que los montes y colinas se abajen, que los caminos tortuosos se hagan rectos y los escabrosos llanos, para que todos vean la salvación de Dios. Iban muchos a que los bautizara. Juan les decía: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir del castigo inminente? Demostrad con obras vuestro arrepentimiento, y no os pongáis a decir: Tenemos por padre a Abraham; porque yo os digo que Dios puede sacar de estas piedras hijos de Abraham. Además, ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles, y todo árbol que no de buen fruto será cortado y echado al fuego. La gente le preguntaba: ¿Qué tenemos que hacer? Y él contestaba: El que tenga dos túnicas reparta con el que no tiene ninguna, y el que tiene alimentos que haga igual. Acudieron también unos publicanos a bautizarse, y le dijeron: Maestro, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Y él les respondió: No exijáis nada más de lo que manda la ley. Le preguntaron también unos soldados: Y ¿nosotros qué debemos hacer? Y les contestó: No intimidéis a nadie, no denunciéis falsamente y contentaos con vuestra paga.”
(Lucas, III, 1-14).
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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