“Con estas y muchas otras exhortaciones evangelizaba al pueblo. El Tetrarca Herodes, censurado por Juan a causa de Herodías, la mujer de su hermano, y por todos los crímenes que había cometido, añadió a todos ellos uno más y metió a Juan en la cárcel.”
(Lucas, III, 18-20).
“El rey se entristeció, pero por el juramento y por los invitados ordenó que se la dieran, y envió a cortar la cabeza de Juan en la cárcel. Trajeron la cabeza en una bandeja y se la entregaron a la muchacha, la cual se la llevó a su madre.”
(Mateo, XIV, 9-11).
“Y mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: No contéis a nadie esta visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos. Los discípulos le preguntaron: ¿Por qué dicen los maestros de la Ley que Elías debe venir antes? Él respondió: Elías vendrá antes a ponerlo todo en orden. Pero yo os digo: Elías ha venido ya y no lo han reconocido, sino que lo han tratado a su antojo. Así también el Hijo del Hombre ha de padecer por parte de ellos. Entonces entendieron los discípulos que les había hablado de Juan el Bautista.”
(Mateo, XVII, 9-13).
Había llegado el tiempo en que el mundo recibiría el complemento de la Revelación del Sinaí, y el Cristo de Dios, se presentaba para descender desde las Regiones Luminosas a los antros del mundo físico. Una falange innumerable de Espíritus se preparó para auxiliar al Maestro en su tarea misionera. Unos lo tendría que preceder en su
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venida; otros, acompañarlo en su misión; otros, finalmente, vendrían a secundar sus esfuerzos, en Espíritu, en su atmósfera terrestre, auxiliando de la mejor manera que les fue permitido por Dios. Las Escrituras dicen que, por la boca del Profeta Malaquías, se había anunciado la nueva encarnación de Elías, que fue, de hecho, el mayor de los profetas de la antigua dispensación. Él venía, como el Ángel Mensajero, ante la Faz del Señor, para anunciarlo a los pueblos, pues, tan ilustre persona necesitaba, a su llegada, que algunas luces estuviesen encendidas, para iluminar la incomparable figura que venía a presentar, en el mundo, el Verbo Divino. Llegado el tiempo de la recepción del Espíritu que fuera Elías, y que debería ser Juan Bautista, un Espíritu mensajero de lo Alto, y conocido en la Tierra con el nombre de Gabriel, se dirige a una familia de Judea, cuyo matrimonio de avanzada edad y sin hijos, tenían por nombre Zacarías e Isabel, y les anuncia la encarnación de ese hijo, que era el Profeta Elías, a quien darían todos los cuidados paternales. El mensaje del Espíritu no fue aceptado por Zacarías, necesitando el Espíritu revelador volver mudo, al que debería ser el padre del niño, durante todo el tiempo de gravidez de su esposa, como prueba del aviso que le fue dado. Y así ocurrió, habiendo sido dado por el Espíritu hasta el propio nombre del infante, que debería llamarse Juan, que quiere decir el Enviado. Como se ve en los Evangelios, el nacimiento de Juan Bautista vino precedido de augurios y de promesas espirituales para aquellos que buscaban el Reino de Dios. Durante el tiempo de gravidez de la esposa de Zacarías, coloquios espirituales, arrobos del alma y éxtasis se verificaron en el hogar de aquellos que verían brevemente la aparición del gran misionero, que sería la Voz clamando en el desierto de las conciencias.
Por ocasión de la visita de María, madre de Jesús, a su prima Isabel, el Espíritu saludó a María, como se desprende de la narrativa, y esta, también envuelta en los fluidos de los divinos Mensajeros, pronunció la inspirada oración que hoy corre por el mundo con el título Magnificat: “Mi alma engrandece el Señor, y mi Espíritu se alegró en Dios mi Salvador…” Por fin, llego el tiempo determinado, Isabel tuvo un hijo y sólo entonces se soltó la lengua de Zacarías, cuyas primeras palabras fueron para recordar el nombre de Juan, que el Espíritu había puesto en aquél que sería su hijo carnal. Estas manifestaciones fueron divulgadas por toda la región montañosa de Judea, y los pueblos se quedaron pensativos, porque decían: “la mano del Señor está con este niño”. Zacarías, tomado por el Espíritu, habló acerca del futuro de su hijo, y de la misión que él venía a desempeñar en el mundo.
* El propósito del Evangelio es anunciar a todos el camino de la Salvación, e indicar los medios para encontrar el mismo. Ese libro no fue escrito para narrar genealogías, ni publicar biografías, que poco aprovecharían para el progreso de la Humanidad y para destacar la Religión. Ese es, sin duda, el motivo por el cual el Evangelista calla sobre la vida del Bautista, hasta el día de su manifestación a Israel, es decir, el día en que el Precursor salió abiertamente al mundo para ejercer su noble tarea; el texto del Evangelista se limita a estas palabras: “El niño crecía y se fortalecía en Espíritu y habitaba en los desiertos, hasta el día de su manifestación a Israel.” ¿Qué habría hecho él en el transcurso de ese tiempo? El Evangelista no lo dice, pero es muy fácil adivinarlo. Probablemente hacía lo que hace toda la gente pobre, todos los que no son acariciados por la fortuna del mundo: trabajaba, luchaba, se esforzaba para la manutención de la existencia material. Pasad revista a la vida de todos los grandes hombres que nos legaron centellas de verdades imperecibles, de todos los eminentes del pensamiento, de todos los genios que vinieron a traernos el progreso material, moral y espiritual, y veréis que desde la infancia hasta la vejez, ellos se han manifestado al mundo como máquinas que trabajan incesantemente, viviendo más para los otros que para sí mismos.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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