“Seis días después Jesús tomó consigo a Pedro, Tiago y a Juan, y los llevó a un monte alto a solas. Y se transfiguró ante ellos. Sus vestidos se volvieron de una blancura resplandeciente, como ningún batanero de la tierra podría blanquearlos. Y se les aparecieron Elías y Moisés hablando con Jesús. Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Maestro, ¡qué bien se está aquí! Hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Es que no sabía lo que decía, pues estaban asustados. Una nube los cubrió con su sombra; y desde la nube se oyó una voz: Este es mi hijo amado. Escuchadlo. Miraron inmediatamente alrededor, y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos.”
(Marcos, IX, 2-8).
Jesús tomó a tres de sus discípulos, Pedro, Tiago y Juan, y los llevó al Monte Tabor, y se mostró a estos, que había elegido para apostolar la Causa, tal como era en el Mundo de la Verdad; es decir, les apareció en Espíritu; tan bello y radiante estaba, que el Evangelista, por no conocer otra expresión para describir la presentación del Cristo de Dios, dijo “haberse vuelto en extremo resplandecientes sus vestiduras”; añadiendo Mateo: “Y su rostro brillaba como el Sol”. El texto dice que además Jesús, en su gran y divina sabiduría, decidió invocar a los Espíritus de Moisés y de Elías, que vinieron a traer la excelencia de su testimonio para la glorificación de la Ley de Dios, que Él, Jesús, estaba enseñando a sus discípulos. Y aun para mayor convicción de aquellos que representaban el Colegio Apostólico, una nube los envolvió y la Voz del Cielo se oyó, señalando a Jesús: “Este en mi hijo amado – ¡OÍDLO!” Como vemos, el Divino Maestro se revistió de todos los esplendores, se rodeó de todos los testimonios, para demostrar a sus futuros seguidores la tarea que les estaba confiada: testimonio de la Tierra – los tres discípulos que irían a transmitir a los demás las escenas indescriptibles que presenciaron: testimonio del Mundo de los Espíritus – representado dignamente por los Espíritus de Moisés y de Elías, que aparecieron positivamente a todos; testimonio del propio Jesús que, destacándose del cuerpo material con el que subió al monte, se presentó con el Cuerpo Inmortal con el que ascendería al Infinito; testimonio, finalmente, del Supremo Padre, que, retumbando en la nube de fluidos amorosos con su divino Verbo, confirmó, una vez más, su cariño por el Hijo Amado, que debería ser oído y obedecido por aquellos que, más tarde, tendrían que divulgar sus Palabras Redentoras por todo el mundo. De ahí se concluye que los esplendores de Cristo no son materiales, sino espirituales; las manifestaciones de Cristo no son carnales, sino manifestaciones de Espíritus. Oír a Cristo debe ser, pues, nuestro principal anhelo. Oír a Cristo por los discípulos, oír a Cristo por los representantes del Mundo Espírita, oír a Cristo por la voz que habla en las nubes, porque todos dan testimonio de Cristo, en la tierra, en los ares y en el Mundo Espiritual. La Ley de Cristo Jesús demuestra la existencia del alma, por el desdoblamiento y transfiguración; demuestra la inmortalidad del alma, con la aparición y comunicación de Moisés y de Elías; y el Verbo, en las nubes, sanciona el divino Amor abarcando el Infinito para que la “Palabra no pase y sea cumplida íntegramente”. La Transfiguración es la predicación del Cristianismo con todas las fuerzas de su Vida Eterna.
Extraído del libro
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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