LAS DOS MUERTES
“Jesús, al verse rodeado de tanta gente, mandó que lo llevarán a la otra orilla del lago.
Entonces llegó un maestro de la ley y le dijo: Maestro, te seguiré adondequiera
que vayas. Jesús le dijo: Las raposas tienen madrigueras y las aves del cielo
nidos, pero el hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza. Otro de sus
discípulos le dijo: Señor, déjame ir a enterrar a mi padre. Jesús le dijo:
Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos.”
(Mateo, VIII,
18-21).
Existen dos vidas, deben, por tanto, existir dos muertes: la
muerte concreta y la muerta abstracta. Cuando el hombre muere, los miembros se
le quedan rígidos, su temperatura desaparece, sus células se multiplican y
aumentan de volumen; la putrefacción anuncia la desagregación molecular y la
personalidad desfigurada desaparece en los torbellinos de la tumba. Cuando el
alma muere, es la memoria moral la que se enriquece; y el frío de la
incredulidad caracteriza al cadáver; son las malas pasiones que denuncian la
descomposición del individuo y helo aquí, sepulcro ambulante, en tránsito por
las necrópolis de los vicios, ostentando suntuoso mausoleo. Hay alma muerta en cuerpo vivo, porque, así
como el cuerpo sin alma está muerto, el Espíritu sin la Fe que vivifica y
congratula es un ser inerte como un cadáver. El cuerpo muerto tiene ojos y no
ve, tiene oídos y no oye, tiene boca y no habla, tiene cerebro y no piensa,
tiene brazos y no se mueve, tiene piernas y no anda, tiene nariz y no huele; el
tacto desaparece y hasta el corazón, el hígado, el estómago, los intestinos,
que producen un trabajo mecánico, yacen inmóviles, inertes, helados. El alma,
cuando está muerta, también pierde la sensación y la percepción: no piensa, no
siente la Vida, no percibe la Moral; ningún sonido, ningún color, ningún
perfume, ningún acto generoso, ninguna acción Divina consigue despertar a ese
“Lázaro” encerrado en el sepulcro de carne.
¡Qué terrible es la muerte del alma! Más extraña y penosa
cosa es la muerte del alma que la muerte del cuerpo. La muerte del cuerpo es la
liberación del Espíritu; la muerte del alma es su esclavitud al servicio de la
carne. Hay muerte del cuerpo y muerte del alma. Glorioso es el día de la muerte
del cuerpo para los Espíritus que viven; terrible es el día de la muerte del
cuerpo para los Espíritus muertos. Entretanto, para unos como para otros, hay
resurrección; aquellos resurgen para la gloria y estos para la condenación; de
ahí la proposición de quedar los muertos al cuidado de enterrar a sus muertos.
Existen dos muertes: la muerte concreta, que destruye la personalidad (el
cuerpo – la figura aparente del Yo); y la muerte abstracta, que adormece,
desfigura, deprime la individualidad, el ser que prevalece en la Vida Eterna.
La muerte del cuerpo, para el alma muerta, es el arrebatamiento del individuo
que queda forzado a alejarse de todos los bienes de la Tierra, de todos los
gozos mundanos y hasta de los seres que lo rodeaban en la vida del mundo. La
muerte del alma es la abstracción de todo lo que interesa a la Vida Inmortal,
es la ausencia de todos los bienes incorruptibles, es el desconocimiento de la
divinidad, es la pobreza de los sentimientos nobles, del carácter y de la
virtud. ¡Existen dos vidas, existen dos muertes; existen dos caminos, dos
puertas; existen dos señores, sigamos al Señor de los Cielos y dejemos que los
muertos entierren a sus muertos!
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