JESÚS Y EL CENTURIÓN 2


JESÚS Y EL CENTURIÓN

El criminal se constriñe ante el magistrado: el reo se avergüenza ante los jueces; la criatura humana, negra de ignorancia, repulsiva de orgullo y vanidad, horrenda de egoísmo, se cree tan iluminada, tan casta, tan pura, hasta el punto de llamarse hermana del Corazón de Jesús; de ese Corazón Inmaculado, purísimo, que no palpita si no para hacer sentir el amor; que no mueve sus labios  si no es para transmitir, a los sufrientes, una parte de su purísimo afecto; que no habla si no es para bendecir y enseñar; que no brilla si no es para arrancar a las almas de las tinieblas, del libertinaje, de las mentiras y de los engaños.  No, no era necesario que el Espíritu Purísimo entrase en casa del centurión para que el criado de ese comandante quedase libre de la enfermedad; así como no era necesario que el centurión fuese personalmente a abrir las “puertas de la cárcel” para liberar de ella a un prisionero que dejase libre. “También yo soy un hombre sujeto a la autoridad, Señor; no eres sólo tú el que estás bajo el dominio de la autoridad; yo también lo estoy; con la diferencia de que mi autoridad es de la Tierra y la tuya es del Cielo. Mi jefe es el gobernador romano; y tu jefe es el Gobernador del Universo. Pero, a pesar de eso, yo tengo soldados a mi disposición; así como también sé que tú tienes legiones de Espíritus santificados por tu Palabra, que están bajo tu dominio. Yo le digo a uno de mis soldados: ve para allá, y él va; a otro: ven para acá, y él viene; a otro: haz esto o aquello, y él lo hace; tú, de la misma forma, mandas en tu ejército; tus soldados y tus criados hacen todo lo que tú ordenas, así como los míos hacen todo cuanto yo ordeno. “Di una sola palabra, y mi criado sanará”, porque yo también, cuando quiero hacer cualquier cosa, sea prender a un perturbador o liberar a un prisionero, digo sólo una palabra, y son cumplidas inmediatamente mis órdenes. Y Jesús, maravillado ante la fe que amparaba al centurión, lleno de alegría ante las palabras del soldado romano, se dirigió a sus discípulos y les dijo: “En verdad os digo, que ni en Israel hallé tan grande fe” 

La luz no fue hecha si no para iluminar, así como la Verdad para liberar, la Esperanza para consolar y animar, la Caridad para amparar y purificar, y la Sabiduría para guiar y engrandecer. Todas estas virtudes, todos estos dones celestiales, que llenan a la criatura de bienestar y de paz, son rayos coloridos de un mismo Sol, son reflejos multicolores de una misma estrella, que orienta a los pueblos, que encamina las naciones, que eleva la dignidad humana, y cuyas luces penetran en el corazón, suben al cerebro y se expanden en el alma. Esa venturosa claridad de los cielos a la que nosotros llamamos Fe, implantada en el Espíritu humano, nace como el grano de mostaza de la parábola, crece y vuelve a crecer; crece siempre sin parar, y, cuando le llega el momento feliz de no elevar más sus tallos, de no alargar más sus ramas, de no engordar más su tronco, de no extender más sus raíces; cuando llega ese momento, en que a nuestros ojos parece completada la cuenta de sus días, concluido su itinerario, finalizada su vida, es entonces que le es llegado el momento de mayor crecimiento, de mayores trabajos, de más productiva Vida, porque es entonces que ella va a fructificar, para después, extenderse en ramificaciones cada vez más inmensas y crecientes, hasta el punto de hacerse campo y cubrir una extensión considerable de terreno. Esta fue la Fe que Jesús saludó con alegría, cuando la vio cultivada por el soldado romano; esta fue la Fe, engrandecida por los conocimientos, purificada por la humildad, santificada por la oración en la persona del centurión, que el Maestro justificó, diciendo: “En verdad os digo que ni en Israel hallé tan grande fe.” Además de decir a sus discípulos cerca del centurión: “En verdad os digo que ni en Israel encontré tan grande fe”, el Maestro añadió, aún, como para servir de incentivo a aquellos que lo oían, para que estudiasen, para que hiciesen también crecer la fe que poseían: “Os digo que muchos del oriente y del occidente vendrán y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera: allí será el llanto y el crujir de dientes.”
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