JESÚS Y EL CENTURIÓN
El criminal se constriñe ante el magistrado: el reo se
avergüenza ante los jueces; la criatura humana, negra de ignorancia, repulsiva
de orgullo y vanidad, horrenda de egoísmo, se cree tan iluminada, tan casta,
tan pura, hasta el punto de llamarse hermana del Corazón de Jesús; de ese
Corazón Inmaculado, purísimo, que no palpita si no para hacer sentir el amor;
que no mueve sus labios si no es para
transmitir, a los sufrientes, una parte de su purísimo afecto; que no habla si
no es para bendecir y enseñar; que no brilla si no es para arrancar a las almas
de las tinieblas, del libertinaje, de las mentiras y de los engaños. No, no era necesario que el Espíritu Purísimo
entrase en casa del centurión para que el criado de ese comandante quedase
libre de la enfermedad; así como no era necesario que el centurión fuese
personalmente a abrir las “puertas de la cárcel” para liberar de ella a un
prisionero que dejase libre. “También yo soy un hombre sujeto a la autoridad,
Señor; no eres sólo tú el que estás bajo el dominio de la autoridad; yo también
lo estoy; con la diferencia de que mi autoridad es de la Tierra y la tuya es
del Cielo. Mi jefe es el gobernador romano; y tu jefe es el Gobernador del
Universo. Pero, a pesar de eso, yo tengo soldados a mi disposición; así como
también sé que tú tienes legiones de Espíritus santificados por tu Palabra, que
están bajo tu dominio. Yo le digo a uno de mis soldados: ve para allá, y él va;
a otro: ven para acá, y él viene; a otro: haz esto o aquello, y él lo hace; tú,
de la misma forma, mandas en tu ejército; tus soldados y tus criados hacen todo
lo que tú ordenas, así como los míos hacen todo cuanto yo ordeno. “Di una sola
palabra, y mi criado sanará”, porque yo también, cuando quiero hacer cualquier
cosa, sea prender a un perturbador o liberar a un prisionero, digo sólo una
palabra, y son cumplidas inmediatamente mis órdenes. Y Jesús, maravillado ante
la fe que amparaba al centurión, lleno de alegría ante las palabras del soldado
romano, se dirigió a sus discípulos y les dijo: “En verdad os digo, que ni en
Israel hallé tan grande fe”
La luz no fue hecha si no para iluminar, así como la Verdad para
liberar, la Esperanza para consolar y animar, la Caridad para amparar y
purificar, y la Sabiduría para guiar y engrandecer. Todas estas virtudes, todos
estos dones celestiales, que llenan a la criatura de bienestar y de paz, son
rayos coloridos de un mismo Sol, son reflejos multicolores de una misma
estrella, que orienta a los pueblos, que encamina las naciones, que eleva la
dignidad humana, y cuyas luces penetran en el corazón, suben al cerebro y se
expanden en el alma. Esa venturosa claridad de los cielos a la que nosotros
llamamos Fe, implantada en el Espíritu humano, nace como el grano de mostaza de
la parábola, crece y vuelve a crecer; crece siempre sin parar, y, cuando le
llega el momento feliz de no elevar más sus tallos, de no alargar más sus ramas,
de no engordar más su tronco, de no extender más sus raíces; cuando llega ese
momento, en que a nuestros ojos parece completada la cuenta de sus días,
concluido su itinerario, finalizada su vida, es entonces que le es llegado el
momento de mayor crecimiento, de mayores trabajos, de más productiva Vida,
porque es entonces que ella va a fructificar, para después, extenderse en
ramificaciones cada vez más inmensas y crecientes, hasta el punto de hacerse
campo y cubrir una extensión considerable de terreno. Esta fue la Fe que Jesús
saludó con alegría, cuando la vio cultivada por el soldado romano; esta fue la
Fe, engrandecida por los conocimientos, purificada por la humildad, santificada
por la oración en la persona del centurión, que el Maestro justificó, diciendo:
“En verdad os digo que ni en Israel hallé tan grande fe.” Además de decir a sus
discípulos cerca del centurión: “En verdad os digo que ni en Israel encontré
tan grande fe”, el Maestro añadió, aún, como para servir de incentivo a
aquellos que lo oían, para que estudiasen, para que hiciesen también crecer la
fe que poseían: “Os digo que muchos del oriente y del occidente vendrán y se
sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero los hijos del
reino serán echados a las tinieblas de fuera: allí será el llanto y el crujir
de dientes.”
https://espiritismo.es/Descargas/libros/Parabolas_de_Jesus.pdf
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