JESÚS Y EL CENTURIÓN
“Al entrar Jesús en Cafarnaún, se le acercó un oficial
suplicándole: Señor, mi criado está paralítico en casa con unos dolores
terribles. Jesús le dijo: Yo iré a curarlo. El oficial respondió: Señor, no soy
digno de que entres en mi casa; dilo sólo de palabra, y mi criado quedará curado. Porque yo, que
soy un hombre sujeto al mando, tengo bajo mis órdenes soldados, y digo a este: Vete, y va; y a otro, ven, y
viene; y a mi criado: haz esto, y lo hace. Jesús, al oírlo, quedó admirado y
dijo a los que lo seguían: Os aseguro que en Israel no he encontrado a nadie
con una fe como esta. Muchos del oriente y del occidente vendrán y se sentarán
con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de Dios, pero los hijos del reino serán
echados a las tinieblas de fuera: allí será el llanto y el crujir de dientes. Y
Jesús dijo al oficial: Anda, y que suceda como has creído. Y en aquella misma
hora el criado se curó:”
(Mateo, VIII, 5-13).
Cafarnaún, era una de las grandes ciudades de Galilea, muy
próxima a la desembocadura del Río Jordán, donde Juan Bautista acostumbraba
hacer sus predicaciones, convidando al pueblo al arrepentimiento de los
pecados. Y como queda en el camino comercial que iba de la ciudad de Damasco al
Mar Mediterráneo, el gobierno romano tenía allí un ejército compuesto de cien
soldados, bajo la dirección de un comandante. Ese comandante tenía el título de
centurión, justo porque comandaba cien soldados. Por lo que se comprende de la
parte que acabamos de leer, cuando el centurión tuvo conocimiento de la entrada
de Jesús en la ciudad de Cafarnaún, sin perder más tiempo se vistió el uniforme
y se fue en busca del Joven Nazareno, y, encontrándolo luego, se quejó del mal
que sufría su criado: “Mi criado está paralítico en casa, con unos dolores
terribles.” Ahora, siendo Cafarnaún una ciudad populosa, de cierta importancia,
hasta el punto de ser protegida por un ejército de cien soldados, comandado por
un centurión, forzosamente habría algunos “médicos” residentes allí – pues en aquél tiempo ya
los había; tanto es así que uno de ellos, Lucas, se hizo apóstol de Jesús. Por
lo que dice el Evangelio, podemos también saber que la enfermedad que atacó al
criado del Centurión era parálisis; parálisis que ocasionaba grandes
sufrimientos; sabemos aún más, que la enfermedad del hombre era grave, y que
ese criado del centurión, según afirma Lucas, que era médico, estaba hasta
moribundo, en las convulsiones de la agonía, a las puertas de la muerte. Es
imposible, pues, que el centurión, que era persona de recursos, y que estimaba
mucho a su criado, no hubiese llamado a médicos para tratarlo. El enfermo no
podía haber quedado hasta ese momento sin medicación, aunque la medicación lo
hubiese mejorado. Probablemente desanimado con el tratamiento de la Ciencia de
aquél tiempo, el centurión, hombre instruido, sabiendo de las curas que Jesús
había realizado, pues, poco antes de entrar en Cafarnaún, el Maestro había
curado a un leproso, decidió valerse del Gran Médico Espiritual para curar al
criado. El centurión actuó sabiamente, porque su petición fue recibida con toda
consideración: “¡Yo iré a curarlo!”, dijo Jesús. Admirable frase esta: “¡Yo iré
a curarlo!” ¿Cuál es el médico que, sin ver al enfermo, sin examinarlo; sin ver
sus ojos, tocar el vientre, el hígado, el pecho o sus costillas; sin auscultar
el corazón o los pulmones; sin hacer análisis de orina, o de esputos, o de
heces; sin averiguar del enfermo, o de la persona que lo asiste, dónde siente dolor; si come, si
bebe, si tiene fiebre, puede decir categóricamente a cualquiera que lo llama
para socorrer un sufriente: “Yo iré a curarlo”? Sabemos que todos los médicos
pueden decir, al ser llamados para asistir a un enfermo: “Yo iré a tratarlo”,
¿pero decir: “yo iré a curarlo”? Sólo hubo uno en la Tierra que, sin tomar el
pulso, sin poner termómetro, sin preguntar síntomas y sin ver al enfermo, ni
saber su nombre, ni su edad, pudo afirmar sabia y categóricamente, cuando le
pedían auxilio: “Yo iré a curarlo”
Por eso siempre afirmamos que Jesús fue el mayor de todos
los médicos y que nadie fue, ni es tan sabio como él. El Maestro no trataba al
enfermo, no alimentaba enfermedades; curaba a los enfermos, mataba las
enfermedades. Su acción en el mundo fue verdaderamente estupenda,
extraordinaria, maravillosa. Sólo él era capaz de hacer lo que hizo; sólo él es
capaz también hoy de hacer lo que nosotros necesitamos; y lo hará, si, como el
centurión, sabemos implorar su asistencia. Vimos que Jesús se ofreció inmediatamente a ir a la casa del centurión
para curar al enfermo. Pero, ¿qué pensó el centurión a la respuesta del
Maestro? “¡Señor! No soy digno de que entres en mi casa; sin embargo, di
solamente una palabra, y mi criado ha de sanar. Porque también soy hombre
sujeto a la autoridad y tengo soldados a mis órdenes, y digo a uno: ve allí, y
él va; a otro: ven acá, y él viene; a mi criado: haz esto, y él lo hace.”
¡Cuántas enseñanzas se extraen de estas palabras, que, no siendo de Jesucristo,
fueron, entretanto, dichas ante Él y merecieron su aprobación! “Yo no soy digno
de que entres en mi casa.” Esta es la frase que todos nosotros deberíamos
siempre, en nuestras oraciones, en nuestros ruegos de todo corazón, dirigirle
al Maestro, cuando, todos los días, le solicitamos gracias y beneficios:
“¡Señor! Dadnos esto o aquello; haznos este o aquél beneficio, pero no vengas a
nuestra casa, porque no somos dignos de que entres en nuestro hogar. Nuestras
pasiones, nuestros vicios, nuestra inferioridad y nuestros pequeño corazón nos
hacen avergonzarnos en tu presencia.” Pero, infelizmente, no es eso lo que
decimos. Todos llaman a Jesús en sus casas, todos quieren verlo a su lado; y
algunos hay que pretender encerrarlo en un armario, o devorarlo, meterlo en el
vientre. (*) ¡Ved qué iniquidad, qué naturaleza avara de humildad tiene la
criatura humana!
(*) Alusión
a la ingestión de la ostia, que, según el catolicismo, encierra al propio
Jesús.
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